martes, 18 de junio de 2013

Africa palpita en el township de Khayelitcha (2006)



Michael es un viejo amigo mío a quien tuve el placer de conocer en la Universidad de Columbia. Hijo de un freedom fighter, con la apertura democrática en Sudáfrica comenzó a cosechar los frutos de la lucha por la liberación nacional que encarnó, junto a tantos otros, su padre. Tras sus estudios en la prestigiosa universidad, volvió a su país natal. Hoy es un abogado exitoso que disfuta de un departamento con vista al mar en la exclusiva zona de Clifton, en Ciudad del Cabo, y asesora al ministro de finanzas del país, Trevor Manuel. Es, digamos, un buen ejemplo de la ascendiente clase media negra de Sudáfrica.
Su primo, Mbongani, no ha tenido tanta suerte. Oriundo de Bloomfontain, tras el fin del apartheid decidió probar su fortuna en Ciudad del Cabo. Al momento de mi visita, estaba viviendo junto a otro primo en una pequeña casa alquilada en el township de Khayelitsha (el tercero más grande de Sudáfrica, después de Soweto y Mtanstane).  Es, digamos, un buen ejemplo de la clase más baja de Sudáfrica que, aunque sueña con ser millonaria, cada día experimenta con amargura que no mucho ha cambiado en la nueva nación del arcoiris.
Un domingo por la tarde, Mbongani y su amigo Siswe pasaron a buscarme y me llevaron a una parrillada en el township de Guguletu. Todos los domingos, los jóvenes de los townships de Guguletu, Nyanga, Langa y hasta Khayelitsha se reúnen ahí para dejarse llevar por los ritmos que propone el DJ de moda. Hay una parrilla muy grande a donde cada uno lleva su carne, profusamente adobada con salsa de chiles, y le entrega unos rands al parrillero que tiene la gentileza de asarlas. Luego se trocea en un plato y, como es propio de la cultura africana, siempre se comparte. Todos comen de ese plato común dispuesto en el centro, con la mano derecha. La cordialidad es parte del juego: primero vos, no vos, no vos, y así. Siempre entre risas. Con mis nuevos amigos, caminamos de la mano, como es habitual entre varones africanos, por unas estrechas callecitas de tierra en el township y advertí que ellos asumían una actitud de extremo sigilo, mirando hacia un lado y hacia el otro. Una ilegalidad, pensé, estaba en ciernes. Pararon frente a una casa. Golpearon tres veces en una reja, como si se tratase de un código. Una mama africana salió a nuestro encuentro. Acercó su oreja y Mbongani susurró finalmente el objeto de su deseo ilícito: tres apple cider, por favor. Apple Cider, exclamé! A esta altura mi imaginación había elucubrado la más exótica de las drogas prohibidas y no, aquí estábamos frente a un jugo natural de manzanas frizante sin alcohol.
Volvimos y conversamos y bailamos, bailamos mucho. Sería una nota al pie decir que era el único rostro blanco (o rosado, más bien) del lugar, porque, en lo sucesivo, como era de esperar, ésta sería la norma. Pero debo decir que si bien naturalmente se me reconocía como “el distinto”, todo el mundo se acercaba a conversar conmigo, muertos de curiosidad por saber qué estaba haciendo yo por esos pagos.
Volvimos al auto rojo que conducía Siswe y, al son de las estrepitantes melodías de Malaika, fuimos a recorrer el township. Siswe me llevó a las casas de todos y cada uno de sus parientes que, en esta tradición africana de la familia extendida, son muchos. En cada hogar era convidado con algo, y es de buenas maneras el aceptar. Así lo manda el ubuntu, ese código de hospitalidad, humanidad y decencia que con tanto orgullo respetan los africanos. Siswe me mostró, guiñándome un ojo en complicidad,  la “cueva” a donde llevaba, clandestinamente, a sus novias. Sobre la cama pendía su certificado de electricista. Ese que, de alguna manera, lo habilitaba a “colgar” a sus vecinos, ilegalmente, de los pocos cables eléctricos que entraban al township. Y con lo que se ganaba la vida.
Aquí y allá, mujeres con tachos de agua amarillos sobre sus cabezas (se trata de los envases de aceite de cocina de 50 litros que, luego de finalizados, son utilizados como bidones de agua). Descalzas, surcando caminos de tierra roja, con estelas de polvo, dejándose llevar en ese caminar tan propio, tan lleno de gracia, cadencia, voluptuosidad y elegancia. Aún con sus desgastadas telas, sus caderas exudan sensualidad y sugieren vigor. Otras, haciendo malabares del mismo equilibrio con bolsas de maíz, o interminables ramas sobre sus cabezas. Algunas, cuchicheando y chusmeando con otras en las bombas de agua. Los niños, corriendo alocadamente detrás de una pelota de bolsas, o deshojando con sus fuertes dientes blancos las cortezas de una caña de azúcar y escupiendo sus copos por doquier. Un viejo, tata,  conversando ante oídos atentos de jóvenes que, aquí, aún le guardan respeto.Un carnicero procurando, sin éxito, ahuyentar las miles de moscas que se abalanzan sobre las vísceras que, a la intemperie, empezaban a oler mal.
El sol, verdadero dios de estas tierras, se escondió con fuerza. Como siempre lo hace aquí. Como si en el crepúsculo del día, se diera cuenta repentinamente que tiene que desaparecer, y se abandonara a la fuerza de la gravedad.
Comimos de aquéllas vísceras en la esperanza de que, al calor de las brasas, todo muera. Y me llevaron de regreso a la Ciudad.
Durante el resto de los días, me quedó un sabor muy dulce de esa experiencia encantadora. Llamé a Mbongani y me invité a pasar unos días en su casa. Será un honor, respondió.
Mbongani vive en una de las llamadas “matchbox houses” de Khayelitsha. Se las llama así porque, como su palabra lo dice, tienen forma de caja de fósforos. En la número 46.800 exactamente, que le ha tocado en suerte ser de color verde agua. Esta casa fue construida por el gobierno como parte del programa de urbanización que pretende entregar 3000 casas por día hasta la erradicación de los asentamientos informales. Pero no todo lo que reluce es oro. Los contratistas, ejecutivos negros ligados al poder político y beneficiarios de las políticas de discriminación positiva, construyen las casas con los peores materiales y el estado hace la vista gorda, entrega los certificados de obra y, para colmo de males, paga sobreprecios. El township de Khayelitsha está emplazado en una de sus secciones sobre una costa muy ventosa y donde se forman, sobretodo a la noche, remolinos de arena. La arena se filtra por los techos mal ensamblados de las casas y termina siendo aspirada por los niños cuando duermen. En mis noches ahí, amanecí siempre con una delgada capa de arena sobre mi cuerpo. La casa tenía dos ambientes. En uno de ellos estaba la cocina, el baño separado con una cortina, el comedor y la sala de estar. En el otro, el dormitorio. Los únicos muebles eran la cama del dormitorio y un sillón en la sala de usos múltiples. Sobre la caja de cartón que lo contenía, un televisor con DVD. Pocos utensilios de cocina. Ropa, perfume francés y el último celular. Sobre la cama, una estatuilla con la forma de Africa reza “no tenemos mucho, pero somos felices”. Mbongani y su primo, vale reiterar, no eran los dueños de casa. La beneficiaria de la misma era una mujer que, a falta de otros ingresos, prefirió alquilar la casa a mis amigos y volver a vivir en una casucha de chapa y cartón. Con lo cual el problema de los asentamientos de este tipo, en la medida en que las políticas no sean más integrales, están, parece, destinadas a fracasar.
Como suele suceder en pueblos pequeños, las noticias se divulgan con la velocidad de un rayo. No había pasado una hora de mi llegada a la casa de Mbongani que la gente empezaba a tocar la puerta y me daba la bienvenida. Me estrechaban las manos, me traían un dulce. Me invitaban a conocer a sus familias. Me contaban sus historias. Los niños y niñas querían que saliéramos a jugar. Algunas jovencitas, maquilladas al efecto, me guiñaban un ojo.
En un momento estábamos afuera cuando escuchamos una explosión y quedamos deslumbrados por un destello en el cielo. El generador eléctrico del township había sucumbido, una vez más. Todo estaría a oscuras hasta el día siguiente.
Nos quedamos, pues, en casa. Fue un momento mágico. A la luz de una vela, comimos pap (harina de maíz blanco con agua cocida al fuego al punto en que se convierte en una polenta), a la que aquí se sazona con amasi (leche fermentada) y, si se quiere también, con leche fresca. Miramos el álbum de fotos familiar, compartimos sueños e ilusiones y, cuando pereció la vela, nos quedamos dormidos.
A la mañana siguiente fuimos con Mbongani a visitar el Hogar de las Misioneras de la Caridad. Allí las hermanas recogen a los niños y niñas abandonados del township, y les ofrecen un hogar, educación, y amor. Muchos de ellos han sido abandonados porque nacían con deformidades, o anomalías, como la hidrocefalia. Sus padres temen un mal augurio y prefieren abandonarlos.
También visitamos el Centro Comunitario, donde Childline recibe a los niños y niñas que han sido víctimas de cualquier tipo de abuso. Allí aprendimos que en los últimos años, como consecuencia de la emergencia del SIDA, los niveles de abuso sexual de niñas y niños se han disparado. Esto obedece a que ha ido circulando un mito que asegura que tener relaciones sexuales con una virgen cura el SIDA. Y los niños pierden su inocencia por la ignorancia de sus padres, padrastros, hermanos o tíos.
A la tarde volvimos a juntarnos con Siswe y otros muchachos en un parque del township. Hablamos de muchas cosas de la vida de los xhosas, el grupo tribal al que todos pertenecían. Sobre los ritos del nacimiento, de la asignación del nombre, el pasaje de niño a hombre, el matrimonio y el funeral. De las relaciones entre hombres y mujeres y sus respectivos roles en esta tierra, para ellos tan estereotipados.
Me ofrecí a comprar unas shake-shake (son unas cervezas fermentadas de cebada parecidas a las cervezas tradicionales africanas, que se agitan vigorosamente –de ahí el nombre- y se beben al natural) y me sentí atraído por unas melodías de charleston. Seguí las notas y dí con una reunión de amigos en una casa. Me invitaron a pasar, entre sonrisas. Me invitaron, también, una cerveza. Los amigos estaban en ronda, bebiendo y, en el centro, se iban turnando para el baile. Africa y sus ritmos. Ya devino cliché decir que la música, mis hermanos africanos, la llevan en la sangre. Pero en este pequeño living se podía ver a la corriente eléctrica fluir de un cuerpo a otro, vivificando las musculaturas tensas y brillantes que se sucedían en la pista. Pasos excéntricos, extáticos, alimentados por los bríos y festejos de los hombres de la ronda.
Y hablando de baile. Estábamos en el auto de Siswe, con la música de Malaika bien fuerte. En cada esquina donde parábamos, si alguien escuchaba la música que se escapaba del auto, se ponía a mover el cuerpo, instintivamente, cediendo al estímulo como un autómata. Respondiendo a su matriz de candombe. Fuimos a cargar nafta a una estación de servicio, y los playeros, del mismo modo, introducían el surtidor en el tanque, y bailaban con él, como si fuese el brazo de una dama, o vaya saber qué otra cosa. Movimientos llenos de gracia. El auto parte de la estación, se aleja, y aún se puede ver, por el espejo retrovisor, a los playeros danzando, alimentados sus cuerpos por las notas atesoradas en la memoria, tarareándolas para que no se esfume la magia.
Esa habría de ser noche de baile. Y la cita: Dave´s Club, la discoteca estrella del township. Una casa convertida en discoteca, más bien. Cuando entré ahí, Africa se desplegó ante mis ojos con todo su esplendor. Se desnudó. Mamas con sus culos. Viejos de traje, chaleco y sombrero. Paralíticos con sus muletas. Jóvenes con sombreros de cowboy gatopardo. Pero todos, unos y otros, sonriendo, bailando, sudando, ensamblando los cuerpos. La recepción que me dieron fue fantástica, todos peléandose para que bailara con ellos, para ofrecerme una bebida. Tras intenso y sensual baile, salí unos instantes a tomar un poco de aire fresco. Allí, me encontré con un episodio bizarro.
Un muchacho joven, por primera vez en el township, me miró mal. Muy mal. Sus ojos rojos transpiraban odio. Se acercó sin vacilar y desplegó la hoja de una navaja sevillana sobre mi vientre. Pálido, empecé a recorrer la película de mi vida, no sea cosa que me acerque al final y me la pierda. Hacía días que había empezado mi viaje en Africa, y lamentaba ya que se habría de acabar tan pronto. Desafiante, sus pupilas un tanto desorbitadas se clavaron en las mías y me dijo: A ver, “whitie” (blanquito) qué podés hacer con esto? Y me entregó la navaja. Instintivamente atiné a guardar la hoja y le devolví la navaja, diciendo: esto es lo que puedo hacer con esto. Me miró con ojos profundos, me evaluó, me radiografió, y sentenció: Man, I like your style! (Hombre, me gusta tu estilo). Suspiré. De ahí en más, no se separó de mi lado y me invitaba cervezas, una tras otra. Se iba a bailar hasta el amanecer. Pero se bailó hasta que, una vez más, se cortó la luz.
Esta ha sido, sin duda alguna, una de las noches más deliciosas de mi vida.
Al día siguiente (a la tarde siguiente, más bien) fuimos con Mbongani a visitar otros proyectos y volvimos a salir por la noche. Esta vez, la cita fue en un bar donde se jugaba al pool. Me presentaron al círculo de comunistas del township. Conversamos largo y tendido sobre muchos temas, y coincidimos en que el alcohol era un instrumento del capitalismo para adormecer a las masas, pero entre charla y charla, sucumbimos también a sus influjos. Cuando salimos de ahí con Mbongani, otro episodio curioso. Fuimos a comer algo y estábamos esperando nuestro pedido cuando un hombre de rasgos indios entró en el lugar. Le preguntó a mi amigo de dónde era. Mi amigo, sorprendido, le contestó cómo de dónde era, sudafricano obviamente. El hombre insistió en que mi amigo le estaba mintiendo, que me estaba mintiendo a mí también y que, al final de cuentas, era un mentiroso “kaffir” (este es el peor término peyorativo empleado contra los negros en tiempos del apartheid). Mi amigo le dijo que ese no era modo de dirigirse a él, a lo cual el hombre sacó una tijera de su bolsillo en forma amenazante. Con Mbongani nos miramos y no pudimos reprimir la carcajada, porque las tijeritas que este hombre había sacado eran, casi, de juguete. Fue bizarro verlo, agitado, tenso, empuñando unas tijeritas de costurero de viaje. Lo abracé a mi amigo y le dije vamos, no tiene sentido. Este es un ejemplo vivo de que hoy, a doce años del fin del apartheid, los recelos, prejuicios y odios entre los distintos grupos perviven. Y no sólo de blanco a negro y de negro a blanco. Sino de negro a coloured, de coloured a negro, de coloured a indio, de indio a coloured, de coloured a negro, de negro a coloured, de blanco a indio, de indio a coloured, de blanco a coloured, de coloured a negro y de negro a negro. O cualquier otra combinación que se me haya escapado. Lejos está, Sudáfrica, de ser el arcoiris con el que alguna vez soñó Nelson Mandela.
De este modo me introduje, por primera vez, en tierras africanas.
Tierras de expresión humana.
De calor.
De contacto corporal.
De hospitalidad.
De vigor.
De baile.

Y, siempre, de sonrisas.

Señales de Vida 7: De Calcuta a Buenos Aires


Mi querida gente,

Estas, mis últimas Señales de Vida, las escribo ya desde mi terruño de origen.
No quería despedirme sin antes compartir con ustedes unas últimas reflexiones sobre este viaje, hacia dentro y hacia fuera, hacia atrás y hacia delante, en el que me he embarcado.
Quiero, en primer lugar, contarles brevemente qué ha sido de mi vida desde que arribé a la India. Este país o, más bien, este subcontinente, encarna como pocos todas las contradicciones de nuestro mundo. Como diría Amartya Sen, hijo de sus suelos, si “hay algo de la India que sea cierto, lo opuesto es igualmente cierto”. Como si esta tierra y sus gentes se empeñasen en desojar margaritas en nombre de quien se aventura en sus entrañas, uno puede amarlas, odiarlas, o ambas, incluso al mismo tiempo, pero nunca serles indiferente.
En Bombay (o Mumbai), la primera ciudad que pisé en suelo indio, todo es posible. Desde degustar un dry martini (preparado con Bombay Saphire, e incluso al mismo precio londinense) junto a los jóvenes profesionales urbanos ligados a la industria de las tecnologías de la información en uno de los cientos de bares “cool” de la ciudad, hasta jugar a la rayuela saltando y esquivando los cientos de miles de cuerpos de niños, hombres y mujeres que duermen en sus calles. Con el frenesí de sus diecisiete millones de habitantes y su pujante actividad comercial, es puro imán. Y como tal, no para de atraer a los campesinos que huyen del campo y del hambre para probar su suerte. Mientras luchan por sus sueños, duermen en las calles o se hacinan en Dharavi, la villa miseria más grande y populosa de Asia que, se impone reconocer, ha sido urbanizada en gran medida en los últimos años. O se instalan sobre las vías del tren, esta aorta vivificante de la India y escenario de la fantástica película Salam Bombay.


Puerta de entrada a Mumbai, la "Victoria Gate"

Una vaca rumiando en las calles de Mumbai
(y a veces asfixiándose con bolsas de plástico)

Los legendarios "lavaderos públicos" de ropa de Mumbai

El refrescante jugo de caña y limón de las calles de Mumbai

Mujeres y niñas de Dharavi

Mujeres cuchichean entre el tendido
 eléctrico de las calles de Dharavi

Con los niños de Dharavi

Con el "niño araña" de Dharavi

Masas fritas en Dharavi

Un niño y un secado, en Dharavi

Abrazo con un sahib (blanco), Dharavi

Mujer cargando barro en Dharavi

Salaam Bombay!


De allí pasé a las paradisíacas playas de Goa, un enclave turístico sobre la costa, lo menos propio de la India, pero con unas caídas de sol memorables.


Goa I

Goa II


Luego quise conocer a la llamada “Silicon Valley” de la India, Bengalore, la ciudad que, en gran parte, por ser huésped de la mayor parte de las tecnologías de la información, contribuye al boom económico que lleva al “elefante” de Asia a crecer al 9.2 % anual. Sin embargo, habría de encontrarme, al azar, con otra de sus caras. En la India, lo más moderno y lo más tradicional conviven, o mejor dicho, se amontonan, sin llegar a fundirse. Resulta que estaba caminando por sus calles cuando veo, entre mucho ruido y una explosión de colores, que estaban sacando a una diosa de uno de los templos. Extasiados, un grupo de jóvenes bailaban al son de los tambores. Me invitaron a unirme a ellos y acepté…para qué! Parece que les gustó como bailé porque me adoptaron como el bailarín oficial de la jornada. Así, bajo un sol agobiante, bailé y sudé todo el día, en medio de ofrendas de miles de vecinos y de sacrificios de cabras y gallinas que regaron sangre por todos lados. Pero el esfuerzo rindió sus frutos. A la noche el miembro del Parlamento de la Ciudad me entregó una corona de flores en reconocimiento, me invitó a dar un discurso frente a miles de personas, y me agasajó con una cena, mientras los niños y niñas me tiraban besos desde las terrazas.


El templo "Shree Annamadevi" del que sacaron a la diosa

Niños responsables de descubrir mi talento como bailarín
(y, peor aún, de alertar a los demás de ello)

Bengalore, la Sillicon Valley de la India

Salida de la diosa del templo

Mujeres con ofrendas aguardando la salida de la diosa

Oficializado como parte de la comitiva

Escoltados por rickshaws adornados para la ocasión

En las calles del pueblo en el que tuve que bailar

Llegada de la diosa al pueblo

Ofrendas para la diosa

Una niña aguardando a la diosa

Lo que quedó de una pobre cabra sacrificada
en ofrenda a la diosa

Mujeres que me hicieron entrega del arreglo floral

El "sacrificador oficial" de la ceremonia





Al día siguiente me fui a la costa del Golfo de Bengala a la ciudad de Chennai, donde me reuní con las comunidades pesqueras que debieron soportar, primero, perderlo todo a causa del tsunami y, luego, su propia forma de vida junto al mar,  toda vez que el gobierno del estado decidió entregar la costa a grandes proyectos inmobiliarios, mientras ellos y sus hijos se hacinan en los campos de “refugiados ecológicos”.
Después de Chennai me bajé del tren en el distrito de Bolangir, en el estado de Orissa. La revista india Outlook había presentado a Bolangir como la contracara más fuerte del muy publicitado éxito económico de la India, al ser el distrito más pobre del país. Miseria en medio de la riqueza. Pude comprobar de primera mano recorriendo las aldeas del distrito que, como diría un premio nóbel de economía indio, en la India una parte de la sociedad vive como en California, y la otra como en el Africa subsahariana. En Bolangir, además, me hice amigo de un muchacho dalit (este término designa a los que anteriormente se conocía como “intocables”, los fuera de casta en el sistema de castas brahmínico). El fue quien me abrió los ojos, por primera vez, de que el drama de los intocables está aún muy lejos de ser solucionado, mas volveré sobre este punto luego.


Un porteador de agua en Bolangir, Orissa

Vendedores de bananas resguardándose de los 45 grados

Con los varones de una familia en Bolangir

Las calles de Bolangir

Bomba comunitaria en Bolangir

Con una familia en Bolangir

Un rancho en Bolangir

El "progreso" llega a Bolangir
(y su gente se cuece al sol para realizarlo)

Con una familia en Bolangir

En las calles de Bolangir

Anciana refrescando los pies en una bomba comunitaria

Rickshaws por las calles de Chennai

Niños posando junto a una estatua en Chennai

Mujeres refrescándose con sus saris en la costa de Chennai
La zona fue devastada por el tsunami
(y ahora apropiada por la especulación inmobiliaria)


De Bolangir, a Calcuta. De más joven, cuando aún revoloteaban en mi ser fervores cristianos, me dejé enamorar por la figura de la Madre Teresa, la viejita santa que recogía a los moribundos de la calle y procuraba, con amor, darles una muerte digna. En aquél entonces fantaseaba con engrosar sus filas. Ahora, pese a abrigar ideas y motivaciones distintas, quise no obstante ver de cerca de qué se trataba todo ello. Y me convertí, así, en un voluntario de las Misioneras de la Caridad. Durante diez días, asistí por la mañana al centro de Prem dan, donde pasan sus días más o menos trescientos hombres afectados por distintas enfermedades mentales. Siempre me he sentido muy bien en compañía de los que las sociedades definen como locos, y ésta no ha sido la excepción. Con mi delantal (que, como por arte de magia, me colocaba en el mundo de los cuerdos) ayudé a alimentar, bañar, cambiar, afeitar y cortar el pelo (fiel, ya, a mi nueva vocación de peluquero) a mis congéneres. Pero, más que nada, a prestarles un oído (que, aunque empático, sordo, porque no entiendo una palabra de hindi o bengalí), a hacerles una caricia, un masaje, a bailar, a cantar, a sonreir. Por la tarde, acudía al Centro de Khaligat, más sombrío y triste, porque a este vienen a parar los que se debaten entre la vida y la muerte en las calles y donde todas las mañanas, casi sin excepción, una cama queda vacante (sólo para tener un nuevo, y efímero inquilino, durante el día).


Vías del tren en Calcuta

Hogar de las Misioneras de la Caridad de Pren Dam

Con la/os volunataria/os en Calcuta, devenidos amigos de la vida

Taxista en Calcuta

Uno de los personajes (de los tantos) que caminan
por las calles de Calcuta

Elaborando un "pan"

Marcha en Khaligat

Despedida de Pren Dam
Cuando llega el último día de un voluntario,
las Misioneras de la Caridad le obsequian
unas flores que lucen en las orejas.












Hogar de Khaligat

Despedida de las Misioneras de la Caridad
Niñas en un proyecto de reciclaje de residuos en las afueras de Calcuta


Desde Calcuta crucé la frontera hacia el este para adentrarme en Bangladesh, el país más densamente poblado del mundo y uno de los más pobres. Tras la partición de India y Pakistán, este territorio se convirtió en Pakistán Oriental (esquema que, de por sí, era vulnerable) y cuando la administración de Pakistán quiso imponer la enseñanza y uso del hurdu, estalló el Movimiento del Lenguaje (en defensa de la riquísima lengua bengalí) y la guerra de liberación nacional que desembocó en la independencia, hacia 1971. Los gobiernos que se sucedieron fueron uno más despótico, clientelista y corrupto que el anterior. En este terreno, no obstante, floreció una vigorosa sociedad civil. En los años 70´ dos organizaciones, Brac y Proshika, llegaron a todos los hogares bengalíes para explicar que mezclando determinadas proporciones de agua, sal y azúcar, la diarrea que causara la muerte masiva de sus niños y niñas no sería ya un problema, valga la analogía, insoluble. Del mismo modo, organizaron a los campesinos y construyeron cientos de miles de pozos de agua (este aspecto, lamentablemente, y por falta de adecuada previsión, figura más en el debe que en el haber, porque en las napas subterráneas circulan grandes concentraciones de arsénico que dieron lugar a cientos de miles de casos de arsenicosis, y una vuelta obligada al uso de las fuentes de agua superficial, menos salubres). En los ochenta, nació en este pequeño país otra revolución, la del microcrédito, de la mano de quienes fueron galardonados con el premio Nóbel de la Paz el año pasado, Mohammed Yunus y la organización que preside, el Grameen Bank. Pues bien, en Dhaka (la capital) y en las aldeas de sus alrededores he tenido la dicha de visitar los proyectos encarados por estas organizaciones y, más aún, de hablar con sus beneficiarios, mujeres pobres que hoy se ganan la vida con dignidad. Del mismo modo tuve la oportunidad de visitar lo que Yunus considera su próxima gran idea: los emprendimientos sociales a gran escala. Por un acuerdo entre Grameen Bank y Danone, se abrió una fábrica de dhoi (yoghurt), enriquecidos con todos los nutrientes que los niños necesitan y que se vende al precio que permita tan sólo recuperar la inversión y reinvertir en nuevas fàbricas del mismo tipo. El dividendo es sólo social.
Tras la esperanza que me contagió el ver de primera mano estos desarrollos, fui a visitar una de las industrias más insalubres y más contaminantes del mundo: los desarmaderos de barcos de las costas de Chitaggong. Desde que Greenpeace puso a la industria en la mira a través de informes muy fuertes, es muy difícil que un extranjero pueda ingresar a estos predios.  Pero lo que parece difícil no siempre es imposible. Sobre todo si uno tiene la suerte de ser argentino y, como tal, de contar con la magia de Maradona. Porque ésta no sólo consistió en hacer goles imposibles, sino que incluso, en el día de hoy, se extiende en abrir puertas en todos lados. “Si usted es amigo de Maradona, pase. Pero sólo por quince minutos, y sin fotos. Mandele saludos del pueblo de Bangladesh, que espera que se recupere pronto” (todos los medios seguían la evolución de su última internación). Así, el telón se abrió y, del otro lado, la miseria. Hombres cargando enormes bloques de hierro, soldando sin máscaras, llenando a bocanadas sus pulmones de amianto. Paradójicamente (o al menos la paradoja es para un observador foráneo), lo hacían entre cánticos. Las beneficiarias de estas partes son muchas empresas multinacionales que las compran a precios irrisorios. El estado hace la vista gorda (para darles una idea, hay sólo cuatro inspectores de seguridad e higiene en la capital de más de diez millones de personas y 200.000 establecimientos industriales, en especial, sudaderas textiles de exportación) y, por supuesto, cobra su parte.



Niñas jugando bajo la lluvia en Dhaka

Conductor de rickshaw en Dhaka

Las calles del centro de Dhaka

"Embotellamiento" en Dhaka

Puerto de Dhaka

Transporte de bananas en puerto de Dhaka

Niño refrescándose en el puerto de Dhaka

Peluquero callejero, Dhaka

Estampas de los rickshaws

Bandera argentina en un negocio en Dhaka
(en los mundiales de fútbol, la mitad del país hincha por
Argentina y la otra mitad por Brasil)

Peluquero en Dhaka
Transporte de sandías, puerto de Dhaka

Porteador de frutos, Dhaka

Porteadores de sandías, Dhaka

Capitanes de piraguas, descansando al atardecer

Conductor de rickshaw durmiendo una siesta

Monumento al Movimiento de los Lenguajes,
en defensa del bengalí (Dhaka)

Mujer recibiendo un microcrédito del Grameen Bank

Mujeres en una reunión del Grameen Bank

Niño trabajando en una hilandería familiar

Dos niños en una aldea

Otro grupo de mujeres del Grameen Bank

Grupo de mujeres del Grameen Bank
(y un colado)

Un hombre remontando un barrillete con su hijo

Mujer adjudicataria de un microcédito del Grameen Bank

Niños en una aldea de Bangladesh

Una mujer con sus hijos tras buscar su microcrédito

Propaganda de una crema blanqueadora (ácido esteárico)
Increíble que quieran blanquear el maravilloso color
bronce-aceituna de sus pieles

Mi restaurante favorito de Dhaka

Haciendo roti en Dhaka

Hábitat a la vera del ferrocarril

Puerto fluvial de Chittagong

Capitán de una piragua, Chittagong

Niños de Chittagong

Lavando a un elefante en Chittagong

Monje budista en Chittagong

Marineros de Chittagong

Atardecer desde el Rocket

Atardecer desde el Rocket II

Postales desde el Rocket

Barco vecino del Rocket


Regresé luego a la India a través del Rocket, el buque que atraviesa los ríos de Bangladesh, y permite vislumbrar la vida de los pescadores de estas zonas, frecuentemente devastados por catástrofes naturales.
Ya de vuelta en la India me embarqué en un recorrido típicamente turístico que me llevó a descubrir la cultura tibetana y budista en Darjeeling y Sikim, la magia de Varanasi y sus pujas y ritos funerarios (aquí, como lo deseé desde niño, y pese a los consejos en contrario, me sumergí en las deliciosamente putrefactas o petrefactamente deliciosas aguas de la Ma Gangá), la belleza del Taj Mahal en Agra y el ritmo frenético de New Delhi. Aquí me encontré con una amiga que trabaja junto al relator especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a una vivienda digna, y que denuncia incansablemente los abusos cometidos contra las víctimas del tsunami en Chennai y en las islas Nicobar y Andaman, en el Golfo de Bengala. Asimismo, mi amiga me puso en contacto con la Campaña Nacional por los Dalits. Hacía poco, se había organizado un tribunal popular para poner de manifiesto, públicamente, todos los agravios que sufren a diario los viejos intocables. Como hace tres mil años, y como bien diría Muj Raj Anand en su magnífica obra Los Introcables, muchos indios aún creen que los intocables, “porque limpian su mierda, son mierda”. Así, aún hoy, no les dejan tomar agua de los mismos pozos, les niegan entrada a templos y comercios, les destruyen los campos y, cuando no, los insultan, golpean, violan y hasta matan.


Estación de ómnibus de Darjeeling

Hincha de Argentina en Sikkim

Cancha de fútbol en Sikkim

Niñas de Sikkim

Con una familia en Darjeeling

Por los caminos de Darjeeling

Niña de Darjeeling

Lodero en Varanasi

Varanasi

"Puja" (ofrenda) nocturna a la Ma Ganga
Río Ganges, Varanasi

Puja matutina a la Ma Gangá

Sadhu (hombre religioso) haciendo puja

Búfalo en los ghats de Varanasi

Con una familia en Agra

Morador del Taj Mahal

Con dos jóvenes en el Taj Mahal

Con el majestuoso Taj Mahal


Familia contemplando el atardecer en el Taj Mahal

Atardecer desde el Taj Mahal

Novio yendo a buscar a su novia, Agra

Con los músicos del cortejo matrimonial, Agra
Cebú en su estacionamiento


De compras en New Delhi

Finalmente, me dirigí a Srinagar, la capital de la Cachemira, porque desde hacía tiempo venía siguiendo el conflicto que allí se desarrolla. Este territorio, que se encuentra disputado desde la partición entre India y Pakistán, fue la sede de sangrientos enfrentamientos y ha sido el epicentro del conflicto nuclear entre ambos países. En 1987, las aspiraciones legítimas de su pueblo fueron pisoteadas a través de una elección fraudulenta. La gente se radicalizó y el gobierno central de Delhi no tuvo mejor idea que enviar al Ejército. El resto es historia por todos conocida, por haberla sufrido en nuestra propia tierra: miles de secuestrados, torturados, mujeres violadas y desaparecidos. Al día de hoy el gobierno acepta oficialmente la existencia de casi diez mil desaparecidos. Un abogado de derechos humanos, a quien tuve la suerte de conocer, encabeza la lucha. Una ley especial del Congreso de la India, la Special Powers Act, garantiza la impunidad de todos los crímenes cometidos en la Cachemira.


Peregrinación en Jammu

Srinagar, capital de la Cahemira

Kioskero de Srinagar

Mucha gente vive en los botes en Srinagar

Hotel Savoy (Srinagar)

Niño en Srinagar

Luego de la Cachemira regresé a Delhi y, previo paso por Pushkar y bañarme en las aguas (presuntamente sagradas, aunque un tanto sucias) de su lago, volví a Bombay, Cairo, Madrid (donde mis amigos Pedro y María me mostraron los encantos de la vieja metrópoli) y, finalmente, a mi querida Buenos Aires.

Lago Pushkar

Pushkar

Habitantes de Pushkar

Mujeres en peregrinación al lago Pushkar

Jóvenes contemplando una vidriera en Cairo, Egipto


Ya he tenido el placer de encontrarme con muchos de ustedes, de darles un abrazo muy fuerte y de ponernos al día.
Pero siento la necesidad de esbozar un balance de todo esto.
Siempre dije que emprendí este viaje para que la realidad me pegara una buena cachetada: que me asalte con sus imágenes, me sacuda la cabeza, me quite las escamas de los ojos, despabile mi conciencia y, fruto de todo esto, selle un compromiso ideológico. Fuerce a un compromiso y a una coherencia hasta que abandone esta vida.
Por eso, creo, elegí la ruta que elegí. Por eso, creo, elegí el modo de hacer la ruta que elegí. Por eso, creo, el hilo conductor fue siempre el hambre.
Si los caminos antes eran muchos, ahora ciertamente se han acortado. Quizás sea tan sólo uno: integrar una generación de hombres y mujeres que asuma el compromiso de erradicar el hambre del mundo. Mi abuelo no hubiera podido ni soñar con tal empresa. Yo y ustedes, nosotros, sí. Hoy producimos alimentos suficientes para que el doble de la humanidad ingiera lo que necesita. El hambre no es natural. A no naturalizar. A no estar tranquilos con esto. Es social. Es político. Y, hoy más que nunca, puede estar en nuestras manos. O se nos puede escapar, y le tiraremos la pelota a nuestros hijos, si es que tienen algo para llevarse a la boca.
Me hago eco de las palabras de Bertolt Brecht en Santa Juana de los Mataderos…


“Aprendí algo y ahora que mi muerte se acerca
Sé que es válido para todos:
Sus sentimientos ¿qué significan si no se concretan en resultados?
Y su saber, ¿de qué sirve si no da sus frutos?
Les digo lo siguiente:
Procuren, al abandonar este mundo,
No haber sido simplemente buenos, pues eso no basta,
Sino abandonar un mundo bueno”

Procuremos, hermanos, hacer lo imposible para abandonar un mundo sin hambre. Que mis hijos puedan ir a un museo y se horroricen ante la imagen de un niño con kwashiorkor. O con marasmos. Sólo en un museo…

Los he hecho testigos de ésta mi obsesión. Como dijo alguna vez un poeta nuestro, “acaso lo que digo no sea verdadero, ojalá sea profético”.


Les mando, como siempre, el abrazo más fuerte del que soy capaz.


Marcos