Michael es un
viejo amigo mío a quien tuve el placer de conocer en la Universidad de
Columbia. Hijo de un freedom fighter,
con la apertura democrática en Sudáfrica comenzó a cosechar los frutos de la
lucha por la liberación nacional que encarnó, junto a tantos otros, su padre.
Tras sus estudios en la prestigiosa universidad, volvió a su país natal. Hoy es
un abogado exitoso que disfuta de un departamento con vista al mar en la
exclusiva zona de Clifton, en Ciudad del Cabo, y asesora al ministro de
finanzas del país, Trevor Manuel. Es, digamos, un buen ejemplo de la
ascendiente clase media negra de Sudáfrica.
Su primo,
Mbongani, no ha tenido tanta suerte. Oriundo de Bloomfontain, tras el fin del
apartheid decidió probar su fortuna en Ciudad del Cabo. Al momento de mi
visita, estaba viviendo junto a otro primo en una pequeña casa alquilada en el township
de Khayelitsha (el tercero más grande de Sudáfrica, después de Soweto y
Mtanstane). Es, digamos, un buen ejemplo
de la clase más baja de Sudáfrica que, aunque sueña con ser millonaria, cada
día experimenta con amargura que no mucho ha cambiado en la nueva nación del
arcoiris.
Un domingo por
la tarde, Mbongani y su amigo Siswe pasaron a buscarme y me llevaron a una parrillada
en el township de Guguletu. Todos los domingos, los jóvenes de los townships de
Guguletu, Nyanga, Langa y hasta Khayelitsha se reúnen ahí para dejarse llevar
por los ritmos que propone el DJ de moda. Hay una parrilla muy grande a donde
cada uno lleva su carne, profusamente adobada con salsa de chiles, y le entrega
unos rands al parrillero que tiene la gentileza de asarlas. Luego se trocea en
un plato y, como es propio de la cultura africana, siempre se comparte. Todos
comen de ese plato común dispuesto en el centro, con la mano derecha. La
cordialidad es parte del juego: primero vos, no vos, no vos, y así. Siempre
entre risas. Con mis nuevos amigos, caminamos de la mano, como es habitual
entre varones africanos, por unas estrechas callecitas de tierra en el township
y advertí que ellos asumían una actitud de extremo sigilo, mirando hacia un
lado y hacia el otro. Una ilegalidad, pensé, estaba en ciernes. Pararon frente
a una casa. Golpearon tres veces en una reja, como si se tratase de un código.
Una mama africana salió a nuestro
encuentro. Acercó su oreja y Mbongani susurró finalmente el objeto de su deseo
ilícito: tres apple cider, por favor. Apple Cider, exclamé! A esta altura mi
imaginación había elucubrado la más exótica de las drogas prohibidas y no, aquí
estábamos frente a un jugo natural de manzanas frizante sin alcohol.
Volvimos y
conversamos y bailamos, bailamos mucho. Sería una nota al pie decir que era el
único rostro blanco (o rosado, más bien) del lugar, porque, en lo sucesivo,
como era de esperar, ésta sería la norma. Pero debo decir que si bien
naturalmente se me reconocía como “el distinto”, todo el mundo se acercaba a
conversar conmigo, muertos de curiosidad por saber qué estaba haciendo yo por
esos pagos.
Volvimos al auto
rojo que conducía Siswe y, al son de las estrepitantes melodías de Malaika,
fuimos a recorrer el township. Siswe me llevó a las casas de todos y cada uno
de sus parientes que, en esta tradición africana de la familia extendida, son
muchos. En cada hogar era convidado con algo, y es de buenas maneras el
aceptar. Así lo manda el ubuntu, ese
código de hospitalidad, humanidad y decencia que con tanto orgullo respetan los
africanos. Siswe me mostró, guiñándome un ojo en complicidad, la “cueva” a donde llevaba, clandestinamente,
a sus novias. Sobre la cama pendía su certificado de electricista. Ese que, de
alguna manera, lo habilitaba a “colgar” a sus vecinos, ilegalmente, de los
pocos cables eléctricos que entraban al township. Y con lo que se ganaba la
vida.
Aquí y allá, mujeres
con tachos de agua amarillos sobre sus cabezas (se trata de los envases de
aceite de cocina de 50
litros que, luego de finalizados, son utilizados como
bidones de agua). Descalzas, surcando caminos de tierra roja, con estelas de
polvo, dejándose llevar en ese caminar tan propio, tan lleno de gracia,
cadencia, voluptuosidad y elegancia. Aún con sus desgastadas telas, sus caderas
exudan sensualidad y sugieren vigor. Otras, haciendo malabares del mismo
equilibrio con bolsas de maíz, o interminables ramas sobre sus cabezas.
Algunas, cuchicheando y chusmeando con otras en las bombas de agua. Los niños,
corriendo alocadamente detrás de una pelota de bolsas, o deshojando con sus
fuertes dientes blancos las cortezas de una caña de azúcar y escupiendo sus
copos por doquier. Un viejo, tata, conversando ante oídos atentos de jóvenes
que, aquí, aún le guardan respeto.Un carnicero procurando, sin éxito, ahuyentar
las miles de moscas que se abalanzan sobre las vísceras que, a la intemperie,
empezaban a oler mal.
El sol,
verdadero dios de estas tierras, se escondió con fuerza. Como siempre lo hace
aquí. Como si en el crepúsculo del día, se diera cuenta repentinamente que
tiene que desaparecer, y se abandonara a la fuerza de la gravedad.
Comimos de
aquéllas vísceras en la esperanza de que, al calor de las brasas, todo muera. Y
me llevaron de regreso a la
Ciudad.
Durante el resto
de los días, me quedó un sabor muy dulce de esa experiencia encantadora. Llamé
a Mbongani y me invité a pasar unos días en su casa. Será un honor, respondió.
Mbongani vive en
una de las llamadas “matchbox houses” de Khayelitsha. Se las llama así porque,
como su palabra lo dice, tienen forma de caja de fósforos. En la número 46.800
exactamente, que le ha tocado en suerte ser de color verde agua. Esta casa fue
construida por el gobierno como parte del programa de urbanización que pretende
entregar 3000 casas por día hasta la erradicación de los asentamientos
informales. Pero no todo lo que reluce es oro. Los contratistas, ejecutivos
negros ligados al poder político y beneficiarios de las políticas de
discriminación positiva, construyen las casas con los peores materiales y el
estado hace la vista gorda, entrega los certificados de obra y, para colmo de
males, paga sobreprecios. El township de Khayelitsha está emplazado en una de
sus secciones sobre una costa muy ventosa y donde se forman, sobretodo a la
noche, remolinos de arena. La arena se filtra por los techos mal ensamblados de
las casas y termina siendo aspirada por los niños cuando duermen. En mis noches
ahí, amanecí siempre con una delgada capa de arena sobre mi cuerpo. La casa
tenía dos ambientes. En uno de ellos estaba la cocina, el baño separado con una
cortina, el comedor y la sala de estar. En el otro, el dormitorio. Los únicos
muebles eran la cama del dormitorio y un sillón en la sala de usos múltiples.
Sobre la caja de cartón que lo contenía, un televisor con DVD. Pocos utensilios
de cocina. Ropa, perfume francés y el último celular. Sobre la cama, una
estatuilla con la forma de Africa reza “no tenemos mucho, pero somos felices”. Mbongani
y su primo, vale reiterar, no eran los dueños de casa. La beneficiaria de la
misma era una mujer que, a falta de otros ingresos, prefirió alquilar la casa a
mis amigos y volver a vivir en una casucha de chapa y cartón. Con lo cual el
problema de los asentamientos de este tipo, en la medida en que las políticas
no sean más integrales, están, parece, destinadas a fracasar.
Como suele
suceder en pueblos pequeños, las noticias se divulgan con la velocidad de un
rayo. No había pasado una hora de mi llegada a la casa de Mbongani que la gente
empezaba a tocar la puerta y me daba la bienvenida. Me estrechaban las manos,
me traían un dulce. Me invitaban a conocer a sus familias. Me contaban sus
historias. Los niños y niñas querían que saliéramos a jugar. Algunas
jovencitas, maquilladas al efecto, me guiñaban un ojo.
En un momento
estábamos afuera cuando escuchamos una explosión y quedamos deslumbrados por un
destello en el cielo. El generador eléctrico del township había sucumbido, una
vez más. Todo estaría a oscuras hasta el día siguiente.
Nos quedamos,
pues, en casa. Fue un momento mágico. A la luz de una vela, comimos pap (harina de maíz blanco con agua
cocida al fuego al punto en que se convierte en una polenta), a la que aquí se
sazona con amasi (leche fermentada)
y, si se quiere también, con leche fresca. Miramos el álbum de fotos familiar,
compartimos sueños e ilusiones y, cuando pereció la vela, nos quedamos
dormidos.
A la mañana
siguiente fuimos con Mbongani a visitar el Hogar de las Misioneras de la Caridad. Allí las hermanas
recogen a los niños y niñas abandonados del township, y les ofrecen un hogar,
educación, y amor. Muchos de ellos han sido abandonados porque nacían con
deformidades, o anomalías, como la hidrocefalia. Sus padres temen un mal augurio
y prefieren abandonarlos.
También
visitamos el Centro Comunitario, donde Childline recibe a los niños y niñas que
han sido víctimas de cualquier tipo de abuso. Allí aprendimos que en los
últimos años, como consecuencia de la emergencia del SIDA, los niveles de abuso
sexual de niñas y niños se han disparado. Esto obedece a que ha ido circulando
un mito que asegura que tener relaciones sexuales con una virgen cura el SIDA.
Y los niños pierden su inocencia por la ignorancia de sus padres, padrastros,
hermanos o tíos.
A la tarde
volvimos a juntarnos con Siswe y otros muchachos en un parque del township. Hablamos
de muchas cosas de la vida de los xhosas,
el grupo tribal al que todos pertenecían. Sobre los ritos del nacimiento, de la
asignación del nombre, el pasaje de niño a hombre, el matrimonio y el funeral.
De las relaciones entre hombres y mujeres y sus respectivos roles en esta
tierra, para ellos tan estereotipados.
Me ofrecí a
comprar unas shake-shake (son unas
cervezas fermentadas de cebada parecidas a las cervezas tradicionales africanas,
que se agitan vigorosamente –de ahí el nombre- y se beben al natural) y me
sentí atraído por unas melodías de charleston. Seguí las notas y dí con una
reunión de amigos en una casa. Me invitaron a pasar, entre sonrisas. Me
invitaron, también, una cerveza. Los amigos estaban en ronda, bebiendo y, en el
centro, se iban turnando para el baile. Africa y sus ritmos. Ya devino cliché
decir que la música, mis hermanos africanos, la llevan en la sangre. Pero en
este pequeño living se podía ver a la corriente eléctrica fluir de un cuerpo a
otro, vivificando las musculaturas tensas y brillantes que se sucedían en la
pista. Pasos excéntricos, extáticos, alimentados por los bríos y festejos de
los hombres de la ronda.
Y hablando de
baile. Estábamos en el auto de Siswe, con la música de Malaika bien fuerte. En
cada esquina donde parábamos, si alguien escuchaba la música que se escapaba del
auto, se ponía a mover el cuerpo, instintivamente, cediendo al estímulo como un
autómata. Respondiendo a su matriz de candombe. Fuimos a cargar nafta a una
estación de servicio, y los playeros, del mismo modo, introducían el surtidor
en el tanque, y bailaban con él, como si fuese el brazo de una dama, o vaya
saber qué otra cosa. Movimientos llenos de gracia. El auto parte de la
estación, se aleja, y aún se puede ver, por el espejo retrovisor, a los
playeros danzando, alimentados sus cuerpos por las notas atesoradas en la
memoria, tarareándolas para que no se esfume la magia.
Esa habría de
ser noche de baile. Y la cita: Dave´s Club, la discoteca estrella del township.
Una casa convertida en discoteca, más bien. Cuando entré ahí, Africa se
desplegó ante mis ojos con todo su esplendor. Se desnudó. Mamas con sus culos.
Viejos de traje, chaleco y sombrero. Paralíticos con sus muletas. Jóvenes con
sombreros de cowboy gatopardo. Pero todos, unos y otros, sonriendo, bailando,
sudando, ensamblando los cuerpos. La recepción que me dieron fue fantástica,
todos peléandose para que bailara con ellos, para ofrecerme una bebida. Tras
intenso y sensual baile, salí unos instantes a tomar un poco de aire fresco.
Allí, me encontré con un episodio bizarro.
Un muchacho
joven, por primera vez en el township, me miró mal. Muy mal. Sus ojos rojos
transpiraban odio. Se acercó sin vacilar y desplegó la hoja de una navaja
sevillana sobre mi vientre. Pálido, empecé a recorrer la película de mi vida,
no sea cosa que me acerque al final y me la pierda. Hacía días que había
empezado mi viaje en Africa, y lamentaba ya que se habría de acabar tan pronto.
Desafiante, sus pupilas un tanto desorbitadas se clavaron en las mías y me
dijo: A ver, “whitie” (blanquito) qué
podés hacer con esto? Y me entregó la navaja. Instintivamente atiné a guardar
la hoja y le devolví la navaja, diciendo: esto es lo que puedo hacer con esto.
Me miró con ojos profundos, me evaluó, me radiografió, y sentenció: Man, I like
your style! (Hombre, me gusta tu estilo). Suspiré. De ahí en más, no se separó
de mi lado y me invitaba cervezas, una tras otra. Se iba a bailar hasta el
amanecer. Pero se bailó hasta que, una vez más, se cortó la luz.
Esta ha sido,
sin duda alguna, una de las noches más deliciosas de mi vida.
Al día siguiente
(a la tarde siguiente, más bien) fuimos con Mbongani a visitar otros proyectos
y volvimos a salir por la noche. Esta vez, la cita fue en un bar donde se
jugaba al pool. Me presentaron al círculo de comunistas del township.
Conversamos largo y tendido sobre muchos temas, y coincidimos en que el alcohol
era un instrumento del capitalismo para adormecer a las masas, pero entre
charla y charla, sucumbimos también a sus influjos. Cuando salimos de ahí con
Mbongani, otro episodio curioso. Fuimos a comer algo y estábamos esperando
nuestro pedido cuando un hombre de rasgos indios entró en el lugar. Le preguntó
a mi amigo de dónde era. Mi amigo, sorprendido, le contestó cómo de dónde era,
sudafricano obviamente. El hombre insistió en que mi amigo le estaba mintiendo,
que me estaba mintiendo a mí también y que, al final de cuentas, era un
mentiroso “kaffir” (este es el peor término peyorativo empleado contra los
negros en tiempos del apartheid). Mi amigo le dijo que ese no era modo de
dirigirse a él, a lo cual el hombre sacó una tijera de su bolsillo en forma amenazante.
Con Mbongani nos miramos y no pudimos reprimir la carcajada, porque las
tijeritas que este hombre había sacado eran, casi, de juguete. Fue bizarro
verlo, agitado, tenso, empuñando unas tijeritas de costurero de viaje. Lo
abracé a mi amigo y le dije vamos, no tiene sentido. Este es un ejemplo vivo de
que hoy, a doce años del fin del apartheid, los recelos, prejuicios y odios
entre los distintos grupos perviven. Y no sólo de blanco a negro y de negro a
blanco. Sino de negro a coloured, de coloured a negro, de coloured a indio, de
indio a coloured, de coloured a negro, de negro a coloured, de blanco a indio,
de indio a coloured, de blanco a coloured, de coloured a negro y de negro a
negro. O cualquier otra combinación que se me haya escapado. Lejos está,
Sudáfrica, de ser el arcoiris con el que alguna vez soñó Nelson Mandela.
De este modo me
introduje, por primera vez, en tierras africanas.
Tierras de
expresión humana.
De calor.
De contacto
corporal.
De hospitalidad.
De vigor.
De baile.
Y, siempre, de
sonrisas.
Tengo una pregunta que hace rato me suena... aprendiste idiomas nuevos? cuáles? o cómo te comunicabas con la gente para que te transmitiera todo esto?
ResponderBorrarGracias, siempre gracias por compartir tus relatos.