sábado, 13 de julio de 2013

Carta de motivación para trabajar en Acción contra el Hambre

Cuando volví de mi viaje de un año y medio por Africa, buscaba entrar a trabajar a Acción contra el Hambre. Apliqué para varios puestos en distintos países en Africa, sin éxito (nunca obtuve respuesta siquiera). Aquí reproduzco, como carta abierta, la "carta de motivación" que adjuntaba a mi CV en aquélla oportunidad:

Era muy chico cuando la hambruna de Etiopía de 1984/85 se cobró un millón de vidas. O cuando, años después, volvió a causar estragos en Somalia. Pero al día de hoy aún me persiguen las imágenes de aquéllas niñas y niños que, iguales que yo, se debatían entre la vida y la muerte, simplemente por no tener nada para comer. Niñas y niños que no han llegado a ser adultos como yo.
Creo que fue en esos momentos que incubé mi deseo de conocer aquéllas tierras lejanas y el sufrimiento de sus gentes. Después de muchas idas y vueltas, de deambular por varios caminos, pude hacerlo. Me interné un año y medio en los países más pobres del mundo, para seguirle las huellas al hambre y verle la cara a la muerte.
Cuando volví a mi Buenos Aires querida, ya no era el mismo, ni podía serlo. La vocación, otrora tenue (y, como tal , fácil de silenciar o marear), se volvió tenaz, incisiva, implacable. Porque, créanme, ya no nos conmueven las estadísticas. Nos hemos acostumbrado a escuchar que 852 millones de personas, en este mundo de abundancia, están hoy severamente desnutridas. O que, cada siete segundos, un niño menor de diez años abandona esta vida por causas directa e indirectamente relacionadas con la desnutrición. O que 2000 millones de personas padecen lo que los técnicos denominan “hambre oculta”, en virtud de la cual sufren daños irreversibles, interrumpen su desarrollo, pierden la vista o, con su sistema inmunológico deprimido, sucumben a enfermedades que, de estar adecuadamente nutridos, serían fácilmente evitables.
Pero otra cosa es ver a las estadística en carne y hueso, desnuda. En el cuerpo raquítico de un niño marasmático. En la piel descascarada de una niña con kwashiorkor. En los ojos anémicos (o ciegos) de un campesino. En la mama seca, inerte y gomosa de una mujer que, de exhausta y desnutrida, ya no es capaz de dar vida de su vida, de ofrecerle a su hijo la miel de sus pechos. En la peregrinación cotidiana de los niños a los centros de nutrición terapéutica. Y esto ocurre, silenciosamente, todos los días en cada rincón del planeta. Incluso en mi propio país, que se ha jactado siempre de ser el granero del mundo. Lo que digo no me lo han contado, lo he visto con mis propios ojos, éstos que, por bien alimentado, aún ven y brillan.
Si la vocación es responder a las voces implorantes del mundo, ¿cómo desoír a la de quienes hoy sufren las tenazas del hambre? Soy abogado, y de derechos humanos. ¿Qué derecho es hoy más importante que el derecho a la alimentación? ¿De qué sirven todos los demás catálogos de derechos si no somos capaces, como comunidad humana, de garantizar, a cada uno de sus miembros, la ingesta de las 2400/2700 calorías que mantienen la delgada línea de la vida humana?
Porque hay alimentos para todos, y de sobra. Demandar en la escasez es inútil. Pero en la abundancia, deviene imperioso, obligatorio. Ni Malthus, ni Smith ni Marx creían que, como humanidad, íbamos a desarrollar tanto nuestra capacidad productiva. Pero hoy, revolución tecnológica tras revolución tecnológica, recibimos de cada hectárea cada vez más maná de vida. De acuerdo a la FAO, hoy se producen alimentos en cantidad suficiente como para alimentar al doble de la población mundial. Y hasta subvencionamos la limitación de la producción y destruimos cosechas enteras y ríos de leche para dar juego a las leyes del mercado, y así mantener los precios adecuadamente altos, por razones puramente especulativas. Y destinamos gran parte de las cosechas a engordar al ganado en los feed lots, o a la producción de biocombustibles. Y aún así, por primera vez en la historia de la humanidad, pululan en la tierra más personas que padecen de obesidad que de desnutrición, con todos los problemas que ello acarrea en los sistemas sanitarios. El problema, hoy más que nunca, no es de disponibilidad, sino de acceso.
Frente a esta realidad, como abogado de derechos humanos, ¿a qué otro derecho podría dedicar mis energías con mayor urgencia y satisfacción personal?
Creo saber hoy cuál es mi vocación, o mejor dicho, ya mi obsesión: luchar junto a otros hombres y mujeres para abandonar, a nuestra muerte, un mundo sin hambre. Lograr que este sea el desafío, y la contribución de nuestra generación. Como otras personas ya lo han proclamado, que podamos recluir al hambre sólo a los rincones oscuros de un morboso museo. El hambre es, hoy más que nunca, un problema político. Social. Y es posible erradicarlo.
Por eso hoy quiero unirme a las filas de Acción contra el Hambre. No es la única organización que hace de la lucha contra el hambre su objetivo. Pero la he visto trabajar, en el terreno, y me ha gustado. En Burundi, Malawi y Etiopía. Con un abordaje integral e, inevitablemente, interdisciplinario. Con profesionalismo. Pero, además, con una meta en miras muy importante: procurar que cada ser humano pueda hallar los medios para alimentarse a sí mismo y a los suyos, mas que simplemente darle una ración de comida.

Si desde el escritorio en Madrid, o embarrado en el terreno, puedo contribuir a que las misiones de Acción contra el Hambre en Africa cumplan los objetivos que se proponen, entonces estaré aportando mi grano de arena. Me estaré saldando una deuda personal, existencial: la que debo a los niños que conocí, y hoy no están. Sé que puedo estar a la altura de sus expectativas. Después de todo, el hambre es el único tema que hoy me perturba el sueño. Si no es en esta ocasión, será en otra, o no será. Pero de una cosa estén seguros: nuestros caminos han de cruzarse. Porque, ustedes y yo, caminamos por la senda de los que están convencidos que quien hoy muere de hambre es víctima de un asesinato. Pero, más aún, de los que creemos que está en nuestras manos el poder evitarlo. Como diría un escritor de mis tierras, acaso lo que digo no sea verdadero, ojalá sea profético. Y, con Neruda, termino: por ahora, sólo pido, la justicia del almuerzo.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario