sábado, 13 de julio de 2013

Tras las huellas de un carpintero baulé




En los primeros meses de mi trabajo como tutor de los niños refugiados, un joven en particular acaparó casi toda mi atención: a los efectos de esta crónica, lo llamaré E y me limitaré a señalar que decía ser un carpintero baulé oriundo de Bouaké, Costa de Marfil.
Cuando decidí viajar a dicho país, imprimí su foto y me lancé a la búsqueda de sus huellas. Un objetivo movía mis pasos: encontrar a “Grace”, su mamá, cuyo nombre aparecía, una y otra vez, en sus pocos intervalos lúcidos.
Bouaké, una de las ciudades más afectadas por la guerra civil marfileña, se encuentra en el este del país. Como es una ciudad bastante grande en extensión y cantidad de habitantes, tiene también muchas carpinterías. Una a una, las fui recorriendo todas, y al mostrar su foto, nadie dijo reconocer al joven carpintero.
Frustrado, me fui luego a la Ciudad de Abidjian, capital comercial del país y sede de su puerto más importante. Me dirigí al “Port Autonome de Abidjian”: en la garita de seguridad exhibí mi cédula de identidad de la Policía Federal Argentina (vencida), nadie preguntó nada, y entré. Una vez en el puerto me encontré con unos estibadores, conocidos aquí como “bana bana”, a quienes hice saber el propósito de mi visita. Uno de ellos, Roro, me dijo que allí no encontraría lo que estaba buscando, pero me sugirió que vaya a la “Isla de Sibisa”, también conocida como “Ile de Baulé”, o “Isla de los Polizones”, ubicada a unos cuarenta minutos de navegación en piragua desde el puerto.
Al salir del puerto, pregunté a un joven dónde podía tomar la piragua a Sibisa, y me dijo que tendría que ir a la mañana siguiente, y se ofreció a acompañarme.
Al despuntar el alba, fui al puerto y me encontré con el joven, llamado Alex. Nos tomamos una piragua y, tras unos cincuenta minutos de navegación, arribamos a Sibisa, la isla de los polizones. La Isla es paradisíaca y, según me comentaron, algunos turistas franceses suelen ir del otro lado de la costa a disfrutar de sus playas (obviando, lamentablemente, las historias de polizones que se esconden en las callejuelas de arena del pueblo).
Aquí viven más de doscientos jóvenes, niños y niñas cuyo único quehacer diario es tratar de embarcarse como polizones. Hacen alguna changa, mínima, al sólo efecto de comprar gari (harina de mandioca), agua, bonnet rouge (leche condensada) y aspirinas, el “kit de supervivencia del polizón”. Cuando cae el sol, viajan en piragua hacia el puerto, munidos de cañas de bambú con ganchos en un extremo (para subir a la cubierta de los barcos) y tratan de entrar en alguno de los barcos allí anclados (el Port Autonome de Abidjian tiene una capacidad de hasta 17 barcos comerciales de gran porte). Si tienen suerte, nadie los descubre y siguen viaje. Si tienen más suerte aún, los aceptan en el puerto de destino del barco. Si tienen menos suerte, los deportan de vuelta a Costa de Marfil, y vuelven a Sibisa. Si tienen menos suerte aún, los descubren antes de embarcar, los apresan un par de días y luego los dejan ir. Si tienen la peor de las suertes, una tripulación inescrupulosa puede encontrarlos en el barco y arrojarlos por la borda. Este, el de ser arrojado por la borda, es el gran miedo del polizón, y no es infundado. Hay muchas historias documentadas de polizones arrojados al mar. Un polizón es un problema para el capitán del barco y para la compañía marítima. Si un capitán descubre un polizón a bordo, debería identificarlo, proveerle de alimentación y agua y dar aviso de su presencia a las autoridades del puerto de destino. Esto significa confesar que el plan de seguridad de la embarcación falló. Y esto implica que el barco, cuando arribe al puerto de destino, va a estar sujeto a una fiscalización exhaustiva –lo cual se traduce en un mayor tiempo en el puerto del previsto, y el riesgo de que aparezcan nuevos problemas tras la fiscalización- y, en algunos casos, expuesto al pago de una importante multa. Además deben correr con los gastos de manutención de los polizones hasta que las autoridades deciden su suerte y, si éstas disponen su rechazo en frontera, deben afrontar los gastos de su documentación y reconducción. Todo esto implica mucho dinero y, en consecuencia, la posibilidad de represalias para el capitán y la tripulación. Si bien las compañías pueden asegurar ese riesgo con la famosa “cláusula del polizón”, ello no evita que el barco quede sujeto a una fiscalización. En el mejor de los casos, los capitanes hacen lo que deben hacer de acuerdo a las directrices de la Organización Marítima Internacional (OMI) –aunque aún no se aprobó un convenio internacional jurídicamente vinculante al respecto. En otros, no tan malos, lo visten de marinero y, cuando cae la noche en el puerto, le dan unos dólares y le dicen: “si te he visto, no me acuerdo”. En el peor de los casos, los tiran, como dije, por la borda. No queda registro alguno del polizón (salvo, quizás, en la conciencia de alguno de los miembros de la tripulación).
Empecé a charlar con los jóvenes gracias a la traducción del baulé que hacía Alex. No entendían que hacía un tubab (blanco) curioseando por allí y, al principio, estaban un poco incómodos con mi presencia. En un momento, saqué las fotografías que tenía de los chicos bajo mi tutela que decían haber salido de Abidjian y todos exclamaron, al unísono: Abey, Abey, Abey! Habían identificado a mi joven carpintero, quien resultó ser hijo (o, al menos, residente habitual) de esas tierras. Alguien dijo algo que no comprendí, alguien salió corriendo a no sé dónde y minutos después llegó un joven que se plantó ante mí con mucha firmeza, dijo llamarse “Tough” y agregó ser “tough” (duro). Me dijo que él era el “hermano de vida” de Abbey –el joven de la foto que les había exhibido- y quería saber qué había sido de él.
Le conté cómo había llegado a Argentina como polizón y de los problemas que estaba teniendo. Me dijo “siempre fue muy loco”, y agregó “igual que yo”, largando una carcajada exactamente igual que la de mi joven carpintero. “Hermanos de risa”, pensé en ese entonces.
Tough me contó que Abbey, al igual que él y la mayoría de los polizones de Sibisa, era oriundo de Ghana y pertenecía al grupo étnico fanti. Los fantis se han dedicado tradicionalmente a la pesca y la navegación –y, como tales, no le temen al mar, como muchos otros africanos- y se han extendido por toda la costa del Golfo de Guinea. Me dijo que él era un “authentic stowaway” (un polizón auténtico), no “como esos otros que pagan para subirse a un barco”. Un verdadero polizón no paga y a través del polizonaje persigue su sueño. Como Kwame Krumah –siempre presente en el imaginario colectivo de los polizones- que siendo joven se embarcó como polizón en lo que entonces era la Gold Coast rumbo a Inglaterra, estudió allí y luego regresó y declaró la primera independencia de una nación africana –excepto Etiopía, nunca colonizada-, dando nacimiento a la República de Ghana.
Me contó que él y Abbey pescaban para comer y dormían juntos, como hermanos. Les gustaba contemplar la caída del sol sobre el mar fumando un cigarro de acó (hecho de un residuo de la heroína mezclado con ganja, marihuana). Algunas veces viajaron juntos como polizones, y otras separados. Como esa última vez en que lo vio partir a su amigo hacia un destino incierto, y nunca más supo de él.
Luego de compartir anécdotas, un almuerzo y unas gaseosas, Tough me acompañó a la última piragua que habría de devolverme al puerto. Me despedí de él, me regaló una de sus características carcajadas y le pedí su número de teléfono celular para pasárselo a Abbey.
Luego de Abidjian fui a San Pedro, segundo puerto en importancia y del que habían zarpado varios jóvenes bajo mi tutela (tras vivir durante meses en los containers del puerto). Allí me encontré con otros polizones que también conocían al joven carpintero, a quienes todos recordaban como un líder nato, muy carismático y gran jugador de fútbol.
Cuando volví a Buenos Aires, me enteré que E se había ido a Brasil. Unos meses después apareció por la oficina y vino a saludarme. Estaba muy bien y me contó que había conseguido un buen trabajo armando estructuras para recitales en San Pablo. Al verlo, le sonreí y le dije “Abbey” y, en señal de complicidad, me regaló la misma carcajada de su hermano Tough. Le pasé su teléfono y nunca más volví a verlo en sus cabales.
Tiempo después me enteré que sus amigos juntaron plata para que pudiera volver a Costa de Marfil o Ghana, ya que deambulaba por las calles presa del delirio.
No sé si habrá vuelto a los brazos de Grace o a las andanzas con Tough.
Sólo espero que, dondequiera que esté, siga regalando esa carcajada de perlas que le es tan propia.

Esa misma que sigue resonando en la caja torácica del amigo que dejó en este lado del charco.

Port Autonome de Abidjian
(al que tuve acceso gracias a mi
cédula de identidad de la
Policía Federal Argentina vencida)

El puerto de Abidjian es el más importante de Costa de Marfil
Tiene capacidad de estacionamiento para 17 barcos

En la piragua, camino a la Isla de Sibisa

Cadena que lleva al cabrestante
Muchos polizones se suben por ahí al barco

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