En los primeros meses de mi trabajo
como tutor de los niños refugiados, un joven en particular acaparó casi toda mi
atención: a los efectos de esta crónica, lo llamaré E y me limitaré a señalar
que decía ser un carpintero baulé oriundo de Bouaké, Costa de Marfil.
Cuando decidí viajar a dicho país,
imprimí su foto y me lancé a la búsqueda de sus huellas. Un objetivo movía mis
pasos: encontrar a “Grace”, su mamá, cuyo nombre aparecía, una y otra vez, en
sus pocos intervalos lúcidos.
Bouaké, una de las ciudades más
afectadas por la guerra civil marfileña, se encuentra en el este del país. Como
es una ciudad bastante grande en extensión y cantidad de habitantes, tiene
también muchas carpinterías. Una a una, las fui recorriendo todas, y al mostrar
su foto, nadie dijo reconocer al joven carpintero.
Frustrado, me fui luego a la Ciudad
de Abidjian, capital comercial del país y sede de su puerto más importante. Me
dirigí al “Port Autonome de Abidjian”: en la garita de seguridad exhibí mi
cédula de identidad de la Policía Federal Argentina (vencida), nadie preguntó
nada, y entré. Una vez en el puerto me encontré con unos estibadores, conocidos
aquí como “bana bana”, a quienes hice
saber el propósito de mi visita. Uno de ellos, Roro, me dijo que allí no
encontraría lo que estaba buscando, pero me sugirió que vaya a la “Isla de Sibisa”,
también conocida como “Ile de Baulé”, o “Isla de los Polizones”, ubicada a unos
cuarenta minutos de navegación en piragua desde el puerto.
Al salir del puerto, pregunté a un
joven dónde podía tomar la piragua a Sibisa, y me dijo que tendría que ir a la
mañana siguiente, y se ofreció a acompañarme.
Al despuntar el alba, fui al puerto
y me encontré con el joven, llamado Alex. Nos tomamos una piragua y, tras unos
cincuenta minutos de navegación, arribamos a Sibisa, la isla de los polizones.
La Isla es paradisíaca y, según me comentaron, algunos turistas franceses suelen
ir del otro lado de la costa a disfrutar de sus playas (obviando,
lamentablemente, las historias de polizones que se esconden en las callejuelas
de arena del pueblo).
Aquí viven más de doscientos
jóvenes, niños y niñas cuyo único quehacer diario es tratar de embarcarse como
polizones. Hacen alguna changa, mínima, al sólo efecto de comprar gari (harina de mandioca), agua, bonnet
rouge (leche condensada) y aspirinas, el “kit de supervivencia del polizón”. Cuando
cae el sol, viajan en piragua hacia el puerto, munidos de cañas de bambú con
ganchos en un extremo (para subir a la cubierta de los barcos) y tratan de
entrar en alguno de los barcos allí anclados (el Port Autonome de Abidjian
tiene una capacidad de hasta 17 barcos comerciales de gran porte). Si tienen
suerte, nadie los descubre y siguen viaje. Si tienen más suerte aún, los
aceptan en el puerto de destino del barco. Si tienen menos suerte, los deportan
de vuelta a Costa de Marfil, y vuelven a Sibisa. Si tienen menos suerte aún,
los descubren antes de embarcar, los apresan un par de días y luego los dejan
ir. Si tienen la peor de las suertes, una tripulación inescrupulosa puede
encontrarlos en el barco y arrojarlos por la borda. Este, el de ser arrojado
por la borda, es el gran miedo del polizón, y no es infundado. Hay muchas
historias documentadas de polizones arrojados al mar. Un polizón es un problema
para el capitán del barco y para la compañía marítima. Si un capitán descubre
un polizón a bordo, debería identificarlo, proveerle de alimentación y agua y
dar aviso de su presencia a las autoridades del puerto de destino. Esto
significa confesar que el plan de seguridad de la embarcación falló. Y esto
implica que el barco, cuando arribe al puerto de destino, va a estar sujeto a
una fiscalización exhaustiva –lo cual se traduce en un mayor tiempo en el
puerto del previsto, y el riesgo de que aparezcan nuevos problemas tras la
fiscalización- y, en algunos casos, expuesto al pago de una importante multa.
Además deben correr con los gastos de manutención de los polizones hasta que
las autoridades deciden su suerte y, si éstas disponen su rechazo en frontera,
deben afrontar los gastos de su documentación y reconducción. Todo esto implica
mucho dinero y, en consecuencia, la posibilidad de represalias para el capitán
y la tripulación. Si bien las compañías pueden asegurar ese riesgo con la
famosa “cláusula del polizón”, ello no evita que el barco quede sujeto a una
fiscalización. En el mejor de los casos, los capitanes hacen lo que deben hacer
de acuerdo a las directrices de la Organización Marítima Internacional (OMI)
–aunque aún no se aprobó un convenio internacional jurídicamente vinculante al
respecto. En otros, no tan malos, lo visten de marinero y, cuando cae la noche
en el puerto, le dan unos dólares y le dicen: “si te he visto, no me acuerdo”.
En el peor de los casos, los tiran, como dije, por la borda. No queda registro
alguno del polizón (salvo, quizás, en la conciencia de alguno de los miembros
de la tripulación).
Empecé a charlar con los jóvenes
gracias a la traducción del baulé que hacía Alex. No entendían que hacía un tubab (blanco) curioseando por allí y,
al principio, estaban un poco incómodos con mi presencia. En un momento, saqué
las fotografías que tenía de los chicos bajo mi tutela que decían haber salido
de Abidjian y todos exclamaron, al unísono: Abey, Abey, Abey! Habían
identificado a mi joven carpintero, quien resultó ser hijo (o, al menos,
residente habitual) de esas tierras. Alguien dijo algo que no comprendí, alguien
salió corriendo a no sé dónde y minutos después llegó un joven que se plantó
ante mí con mucha firmeza, dijo llamarse “Tough” y agregó ser “tough” (duro).
Me dijo que él era el “hermano de vida” de Abbey –el joven de la foto que les
había exhibido- y quería saber qué había sido de él.
Le conté cómo había llegado a
Argentina como polizón y de los problemas que estaba teniendo. Me dijo “siempre
fue muy loco”, y agregó “igual que yo”, largando una carcajada exactamente
igual que la de mi joven carpintero. “Hermanos de risa”, pensé en ese entonces.
Tough me contó que Abbey, al igual
que él y la mayoría de los polizones de Sibisa, era oriundo de Ghana y
pertenecía al grupo étnico fanti. Los fantis se han dedicado tradicionalmente a
la pesca y la navegación –y, como tales, no le temen al mar, como muchos otros
africanos- y se han extendido por toda la costa del Golfo de Guinea. Me dijo
que él era un “authentic stowaway” (un polizón auténtico), no “como esos otros
que pagan para subirse a un barco”. Un verdadero polizón no paga y a través del
polizonaje persigue su sueño. Como Kwame Krumah –siempre presente en el
imaginario colectivo de los polizones- que siendo joven se embarcó como polizón
en lo que entonces era la Gold Coast rumbo a Inglaterra, estudió allí y luego
regresó y declaró la primera independencia de una nación africana –excepto
Etiopía, nunca colonizada-, dando nacimiento a la República de Ghana.
Me contó que él y Abbey pescaban
para comer y dormían juntos, como hermanos. Les gustaba contemplar la caída del
sol sobre el mar fumando un cigarro de acó
(hecho de un residuo de la heroína mezclado con ganja, marihuana). Algunas veces viajaron juntos como polizones, y
otras separados. Como esa última vez en que lo vio partir a su amigo hacia un
destino incierto, y nunca más supo de él.
Luego de compartir anécdotas, un
almuerzo y unas gaseosas, Tough me acompañó a la última piragua que habría de
devolverme al puerto. Me despedí de él, me regaló una de sus características
carcajadas y le pedí su número de teléfono celular para pasárselo a Abbey.
Luego de Abidjian fui a San Pedro,
segundo puerto en importancia y del que habían zarpado varios jóvenes bajo mi
tutela (tras vivir durante meses en los containers del puerto). Allí me
encontré con otros polizones que también conocían al joven carpintero, a
quienes todos recordaban como un líder nato, muy carismático y gran jugador de
fútbol.
Cuando volví a Buenos Aires, me
enteré que E se había ido a Brasil. Unos meses después apareció por la oficina
y vino a saludarme. Estaba muy bien y me contó que había conseguido un buen
trabajo armando estructuras para recitales en San Pablo. Al verlo, le sonreí y
le dije “Abbey” y, en señal de complicidad, me regaló la misma carcajada de su
hermano Tough. Le pasé su teléfono y nunca más volví a verlo en sus cabales.
Tiempo después me enteré que sus
amigos juntaron plata para que pudiera volver a Costa de Marfil o Ghana, ya que
deambulaba por las calles presa del delirio.
No sé si habrá vuelto a los brazos de
Grace o a las andanzas con Tough.
Sólo espero que, dondequiera que
esté, siga regalando esa carcajada de perlas que le es tan propia.
Esa misma que sigue resonando en la
caja torácica del amigo que dejó en este lado del charco.
Port Autonome de Abidjian (al que tuve acceso gracias a mi cédula de identidad de la Policía Federal Argentina vencida) |
El puerto de Abidjian es el más importante de Costa de Marfil Tiene capacidad de estacionamiento para 17 barcos |
En la piragua, camino a la Isla de Sibisa |
Cadena que lleva al cabrestante Muchos polizones se suben por ahí al barco |
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