lunes, 17 de junio de 2013

Señales de Vida 6: De Addis Ababa a Calcuta


Amigas y amigos,

Buceando un poco entre los recuerdos de mi memoria, allí lejos, en el fondo, aparece Etiopía, el país donde dejé el último de mis relatos. Yo, pequeño, viendo cómo del otro lado del televisor, otro pequeño, igual que yo, moría de hambre. Corría el año 1985 y en esta hermosa tierra del Cuerno de Africa un millón de personas habrían de perecer, simplemente, por no tener nada para comer. Ese recuerdo, indeleble, está enlazado con otro, en el mismo Cuerno de Africa: Somalia, 1992. En el mismo televisor, el alma de otro pequeño, hermano de aquél y hermano mío, abandonaba su cuerpo porque, de tan desnutrido, ya no tenía capacidad para darle abrigo. El televisor fue espejo y así, con el tiempo, fui madurando dos cosas. Una, que tenía que venir a estas tierras. Otra, que debía trabajar para erradicar el hambre, única cosa que hoy me quita el sueño.
Etiopía es una tierra alucinante. Protegida por sus montañas durante siglos, desarrolló, en relativo aislamiento, costumbres, tradiciones y prácticas religiosas únicas en el mundo. Cuna de las mujeres más hermosas de Africa, del mejor café, de una exquisita y elaborada cocina, de unas tradiciones religiosas riquísimas y coloridas y de unos paisajes increíbles, esta tierra bien podría ser el Edén. Si no fuese porque vive, perpetuamente, amenazada de verse sumida en una nueva hambruna. La tristemente célebre hambruna de 1984/5 no es más que la última (por ahora) en una cadena de hambrunas que ha flagelado a este país –nunca conquistado por otro- durante toda su historia.
Tras recorrer el mágico circuito histórico del norte –Bahar Dar, Gondar, Axum, Adwa, Mekele, Waldiya, Dessie y Lalibela- regresé a la capital, Addis Ababa, donde visité los proyectos que Acción contra el Hambre y Millenium Villages  desarrollan en las zonas más pobres del país para alcanzar la tan importante (aunque difícilmente asequible aquí) meta de la seguridad (y autosuficiencia) alimentaria.
Luego partí en el Chemin de Ferre (tren que une Addis Ababa con Djibouti) hacia el este, tierra musulmana. Tras visitar los mercados de camellos y los improvisados (y paupérrimos) campos de exiliados somalíes en Dire Dawa, me dejé llevar por la magia de Harar, ciudad amurallada donde se les da de comer, todas las noches bajo la luna, a las hienas (cosa, realmente, nunca vista).
Mas tarde arribé al pequeño pueblito de Jijiga, en la frontera con Somalia. Hubiese querido entrar a Somalia, pero no llegué en un buen momento. Durante mi tiempo en Etiopía las Fuerzas Armadas Etíopes invadieron Somalia en colaboración con el Gobierno Transicional Federal de Baidoa para expulsar a la Unión de Cortes Islámicas que desde junio del año pasado había logrado controlar la capital, Mogadishu. O sea que, en resumidas cuentas, estábamos en guerra que, con matices distintos, continúa al día de hoy. En este clima, debí conformarme, por esta vez, con Jijiga que es, no obstante, una buena representación de Somalia. Aquí visité el Campo de Refugiados somalíes de Kaprebeyah, hice una serie de entrevistas de determinación de status junto a la oficial de protección de ACNUR, y me reuní con los oficiales del Comité Internacional de la Cruz Roja encargados de llevar a cabo las visitas carcelarias en la zona.
También visité a las mujeres que trabajan en la ONG MCD (Mother and Child Development) que, entre otras cosas, están abogando por la erradicación de la práctica de la mutilación genital femenina entre las comunidades de refugiados somalíes. Ya les he contado de este problema en otros lugares (Uganda y Kenya), pero aquí es mucho más grave. Primero, por el tipo de práctica: la circuncisión que aquí tiene lugar consiste en la erradicación del clítoris, la lavia minore y la lavia maiore seguida por la infibulación –costura de la vagina dejando sólo un pequeño espacio para que fluya la orina. Segundo, porque es practicada, aún hoy, por casi el 100% de las familias.
Luego de ello, tras pasar por Awash (y conocer a los pueblos Afar) y Moja, fui de nuevo hacia el sur para visitar con detalle Awasa y las comunidades rastafaris de Shashemene (el último Emperador de Abyssinia, Haile Selassie, entregó tierras en forma gratuita a unos doscientos jamaiquinos integrantes del movimiento rastafari que veían en el Emperador al legendario León de Judá).
Por último, regresé de nuevo a Addis Ababa, donde celebré la fiesta más importante de la Iglesia Ortodoxa Etíope, la colorida Epifanía (bautismo de Cristo), conocida como Timkat.

Lamentablemente, esta crónica está huérfana de imágenes
porque se me rompió la cámara, y sólo tengo las fotos que
otras personas me han enviado.
Aquí estoy en el festejo de Timkat y la foto me fue
obsequiada por Caroline Aasheim.

Después de Etiopía (y mi pequeña representación de Somalia) volví a Nairobi, en Kenya, para asistir al VII Foro Social Mundial, el primero enteramente desarrollado en tierras africanas. Aquí tuve la oportunidad única de interactuar con cientos de activistas de todo el mundo que trabajan (o al menos dicen trabajar) desde sus distintos lugares, por un mundo mejor. El lema de este foro ha sido "las luchas de las personas, las oportunidades de las personas" y fueron cinco días de intenso debate sobre las inequidades de la globalización, el derecho al agua, a la alimentación y a la vivienda, el debate sobre los alimentos genéticamente modificados, reforma agraria, el conflicto árabe-israelí, la guerra en Somalia, la situación en Darfur. Una agenda rica, intensa, cargada de debates. Mi única inquietud, no obstante, es cuánto de lo que aquí se discute es llevado a la práctica, al terreno, una vez finalizado el foro. Advertí, con cierta desilusión, mucha pobreza en el trazado de estrategias concretas de acción.
Durante mis días en Nairobi, me quedé con mi amigo Julio Sosa, uruguayo que está trabajando en El Sudán hace cinco años, y junto a quien –y junto a otros activistas que conocí en el Foro-, tuve mi introducción a este país que sería el siguiente en conocer.
Volví a entrar a Etiopía y, por tierra, fui hasta la frontera con El Sudán, en Metema.
La visa que el gobierno de El Sudán me otorgó me limitó temporal y espacialmente: quince días, desde Galabat, en el este, hacia el norte. De este modo, me vi impedido de visitar las áreas más críticas de este país, esto es, el sur y la región de Darfur, en el oeste.
Para quienes no están al tanto de lo que acontece en estas regiones, les cuento brevemente que el sur de El Sudán ha sido el terreno de una sangrienta guerra civil entre el Norte y El Sur que ha cobrado 4 millones de vidas durante sus 21 años. El conflicto, complejo entramado de motivaciones religiosas, raciales, políticas y económicas, dejó al Sur completamente devastado. En enero de 2005 se firmaron los llamados CPA (Comprehensive Peace Agreements), por los cuales el sur devino una región semi-autónoma con la posibilidad de secesionarse del norte mediante un referendum que ha de tener lugar en el año 2011.
Por otro lado, en las tres provincias de Darfur (Norte, Centro y Sur), desde el 2004 se ha agudizado un conflicto sobre líneas tribales y de clan, y comerciales –como siempre- que ha dejado, por ahora, un saldo de 200.000 víctimas y 2 millones de desplazados. El Gobierno de Khartoum se niega a autorizar el ingreso de las fuerzas de paz de Naciones Unidas y mientras tanto, a diario, las matanzas y violaciones continúan, sobretodo perpetradas por la legendaria Janjaweed, una milicia financiada y equipada por círculos de poder de Khartoum.
Así que mi conocimiento de estas áreas es indirecto, a través de la gente que conocí en El Sudán, y fuera de Sudán, que está trabajando en las zonas críticas.
Por lo demás, en mi visita al Sudán tuve oportunidad de gozar de la hospitalidad y amabilidad de sus gentes. Los sudaneses, sobre todo los musulmanes de la línea sufista, se precian de ser los más hospitalarios del mundo. Y en mi limitada experiencia, puedo confirmar que lo son.
En el Sudán recorrí Galabat, Al Gaddarif, Madani, Khartoum y Wadi Halfa. Desde este último, pequeño pueblo, abandoné el país, tras un maravilloso viaje en tren a través del desierto, entre la roca y el Nilo.
Me embarqué en un ferry a través del Lago Nasser con destino a Egipto, dejando atrás mi querida Africa subsahariana, que tantas impresiones, tan fuertes e intensas, plasmó en mi a lo largo de mi recorrido por sus tierras.
Egipto. Aquí, les confieso, me tomé unas vacaciones. No porque Egipto no tenga cuestiones de derechos humanos para abordar (¿qué país, después de todo, puede alegar la ausencia de tales cuestiones?) sino que, por pura arbitrariedad me he entregado, sólo, al disfrute de sus riquezas arqueológicas: Aswan, Abu Simbel, Luxor, Cairo, Giza, Alejandría, Siwa, Sinaí, Dahab.

Flotando en un espejo de agua en el oasis de Siwa
La fotografía fue obtenida por Thomas Umlauf

Con Thomas Umlauf y el desierto de Siwa en el reflejo.
La fotografía es de mi amigo Juanlu Vicente

Atardecer en Siwa con Thomas Umlauf.
La fotografía es de mi amigo Juanlu Vicente.

Huellas en el desierto de Siwa
(fotografía de Juanlu Vicente)

Tras quince días por estos pagos, me metí de lleno en una de las zonas más calientes de nuestros tiempos, Israel/Palestina. A través de los medios, es inevitable tener una aproximación a este conflicto, pero hacía tiempo que quería ir para ver –con toda la fuerza de los sentidos- qué es lo que allí está pasando. Y si tenía interrogantes al arribar, puedo decir que, al partir, lejos de encontrarles respuesta, éstos se han multiplicado.
Jerusalén es, ciertamente, una ciudad santa. Nombres fuertes para las tres religiones monoteístas: Muro de los Lamentos, Domo de la Roca, Mezquita Al Aqsa, Monte de Los Olivos, Museo del Holocausto. Basta caminar por las calles de la ciudad antigua para comprender por qué tanta sangre se ha derramado en sus sucesivas conquistas. En Jerusalén me quedé en la casa de mi amiga Ingrid, argentina que hace cuatro años, junto a su marido, Guillermo, se fueron a vivir a Israel. Junto a ellos, y sus amigos, tuve no sólo un curso intensivo y acelerado de judaísmo durante el sabath que juntos compartimos, sino que pude conocer, de cerca, cómo se vive el conflicto de este lado.
Tras flotar un poco en las aguas del Mar Muerto, celebrar Purim junto al Muro de Los Lamentos y emocionarme en el último bastión de la resistencia judía en Masada, ingresé al West Bank, uno de los territorios ocupados por Israel tras la guerra de los 6 días. Aquí, la otra cara del conflicto.
Ya camino hacia Bethlehem, en el túnel (sitio de varios atentados), en el colectivo árabe, una fuerte explosión. Nos miramos, y vimos que todo estaba bien. Sólo una llanta había estallado, y el túnel había maximizado, y expandido, el ruido. Un sustito de bienvenida.
En Hebrón, la primera ciudad del West Bank que visité, se respira la tensión. Hebrón es sagrada tanto para musulmanes como judíos porque aquí están las tumbas de Abraham y otros patriarcas, venerados por ambas religiones. Aquí visité la Mezquita de Ibrahim, donde en 1994, poco tiempo después de los Acuerdos de Oslo,  29 musulmanes fueron asesinados por un fanático israelí. También visité la Escuela Talmúdica que está en el corazón del barrio árabe, protegida por rejas, tanques y oficiales del IDF. Recorrí los barrios árabes e intenté visitar uno de los asentamientos israelíes, sin éxito. También me entrevisté con uno de los oficiales del TIPH, el grupo de monitores internacionales de los Acuerdos de Oslo, con ruido de metralletas como música de fondo.
Luego Bethlehem, o Belén. Tierra sagrada para Cristianos y Musulmanes por ser el lugar donde nació Jesús, o Isá, respectivamente. Lugar, también, donde se vivió de modo intenso la segunda intifada. Aquí tuve mi primer contacto con el muro construido por el IDF para separar a Belén de Jerusalén  y, mientras lo recorría, tuve que esquivar unas rocas que unos muchachos árabes lanzaban hacia el muro desde una barricada. Tuve oportunidad de visitar también el campo de Refugiados Palestinos Aida junto a la gente de la ONG Lajee, y me entrevisté con la ONG Badil que trabaja por los derechos de los refugiados palestinos, uno de los temas mas urticantes en miras a solucionar el conflicto.
Luego Ramallah, capital de la Autoridad Palestina, donde me reuní con la ONG Al Haq que aboga por los derechos de los palestinos y visité la Universidad de Al Birseit y la tumba de Yasser Arafat.
De allí a Nablus, una de las ciudades más complicadas porque las incursiones del IDF son casi diarias. Mucha presencia militar. Mucho control. Detenidos sobre las veredas por doquier. Junto a dos alemanes que estaban haciendo una investigación, entrevistamos a un profesor de la Universidad y luego un joven nos llevó por las zonas "calientes" de la ciudad: el cementerio de los "mártires" y la ciudad vieja, donde la atmósfera se palpita enrarecida. Aquí fuimos interrogados por las brigadas de Al Aqsa, el brazo armado de una de las organizaciones políticas palestinas, Fatah. Pero no pasó nada y pronto nos dejaron continuar.
Finalmente Tulkarem y Qalqilia, dos ciudades particularmente afectadas por la construcción del muro. En la última me entrevisté con la gente de la Municipalidad y, tras recorrer el muro en su integralidad (que cerca a la ciudad por completo), crucé, hacia el otro lado, a la pujante y moderna Tel Aviv. Aquí, con mi amigo Shaul, también pude ver la otra cara del conflicto. De Tel Aviv me fui hacia Nazareth, donde visité un hogar de jóvenes con problemas con la ley, y vía Jerusulén y Eilat, volví a Egipto.

Mar Rojo en Eilat

Mar Rojo en Eilat


Desde Egipto volé a la India, comenzando el último tramo de este viaje que ha de extenderse por India y Bangladesh.

Bueno, mis amigas y amigos, no los aburro más. Ya falta muy poco para que nos veamos: estoy regresando a mi Buenos Aires querido el 2 de junio a las 22:55 horas, desde Madrid.
Habrá mucho para charlar y discutir.  Pero quedan aún dos meses de viaje y me gustaría que me cuenten un poco de sus vidas.
Con amor, desde Calcuta, India, les mando, como siempre, el abrazo más fuerte del que soy capaz.



Marcos

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