Amigas y
amigos,
Buceando un poco entre
los recuerdos de mi memoria, allí lejos, en el fondo, aparece Etiopía, el país
donde dejé el último de mis relatos. Yo, pequeño, viendo cómo del otro lado del
televisor, otro pequeño, igual que yo, moría de hambre. Corría el año 1985 y en
esta hermosa tierra del Cuerno de Africa un millón de personas habrían de
perecer, simplemente, por no tener nada para comer. Ese recuerdo, indeleble,
está enlazado con otro, en el mismo Cuerno de Africa: Somalia, 1992. En el
mismo televisor, el alma de otro pequeño, hermano de aquél y hermano mío,
abandonaba su cuerpo porque, de tan desnutrido, ya no tenía capacidad para
darle abrigo. El televisor fue espejo y así, con el tiempo, fui madurando dos
cosas. Una, que tenía que venir a estas tierras. Otra, que debía trabajar para
erradicar el hambre, única cosa que hoy me quita el sueño.
Etiopía es una tierra
alucinante. Protegida por sus montañas durante siglos, desarrolló, en relativo
aislamiento, costumbres, tradiciones y prácticas religiosas únicas en el mundo.
Cuna de las mujeres más hermosas de Africa, del mejor café, de una exquisita y
elaborada cocina, de unas tradiciones religiosas riquísimas y coloridas y de
unos paisajes increíbles, esta tierra bien podría ser el Edén. Si no fuese
porque vive, perpetuamente, amenazada de verse sumida en una nueva hambruna. La
tristemente célebre hambruna de 1984/5 no es más que la última (por ahora) en
una cadena de hambrunas que ha flagelado a este país –nunca conquistado por
otro- durante toda su historia.
Tras recorrer el
mágico circuito histórico del norte –Bahar Dar, Gondar, Axum, Adwa, Mekele,
Waldiya, Dessie y Lalibela- regresé a la capital, Addis Ababa, donde visité los
proyectos que Acción contra el Hambre y Millenium Villages desarrollan en las zonas más pobres del país
para alcanzar la tan importante (aunque difícilmente asequible aquí) meta de la
seguridad (y autosuficiencia) alimentaria.
Luego partí en el
Chemin de Ferre (tren que une Addis Ababa con Djibouti) hacia el este, tierra musulmana.
Tras visitar los mercados de camellos y los improvisados (y paupérrimos) campos
de exiliados somalíes en Dire Dawa, me dejé llevar por la magia de Harar,
ciudad amurallada donde se les da de comer, todas las noches bajo la luna, a
las hienas (cosa, realmente, nunca vista).
Mas tarde arribé al
pequeño pueblito de Jijiga, en la frontera con Somalia. Hubiese querido entrar
a Somalia, pero no llegué en un buen momento. Durante mi tiempo en Etiopía las
Fuerzas Armadas Etíopes invadieron Somalia en colaboración con el Gobierno
Transicional Federal de Baidoa para expulsar a la Unión de Cortes Islámicas que
desde junio del año pasado había logrado controlar la capital, Mogadishu. O sea
que, en resumidas cuentas, estábamos en guerra que, con matices distintos,
continúa al día de hoy. En este clima, debí conformarme, por esta vez, con
Jijiga que es, no obstante, una buena representación de Somalia. Aquí visité el
Campo de Refugiados somalíes de Kaprebeyah, hice una serie de entrevistas de
determinación de status junto a la oficial de protección de ACNUR, y me reuní
con los oficiales del Comité Internacional de la Cruz Roja encargados de llevar
a cabo las visitas carcelarias en la zona.
También visité a las
mujeres que trabajan en la ONG MCD (Mother and Child Development) que, entre
otras cosas, están abogando por la erradicación de la práctica de la mutilación
genital femenina entre las comunidades de refugiados somalíes. Ya les he
contado de este problema en otros lugares (Uganda y Kenya), pero aquí es mucho
más grave. Primero, por el tipo de práctica: la circuncisión que aquí tiene
lugar consiste en la erradicación del clítoris, la lavia minore y la lavia
maiore seguida por la infibulación –costura de la vagina dejando sólo un
pequeño espacio para que fluya la orina. Segundo, porque es practicada, aún
hoy, por casi el 100% de las familias.
Luego de ello, tras
pasar por Awash (y conocer a los pueblos Afar) y Moja, fui de nuevo hacia el
sur para visitar con detalle Awasa y las comunidades rastafaris de Shashemene
(el último Emperador de Abyssinia, Haile Selassie, entregó tierras en forma
gratuita a unos doscientos jamaiquinos integrantes del movimiento rastafari que
veían en el Emperador al legendario León de Judá).
Por último, regresé de
nuevo a Addis Ababa, donde celebré la fiesta más importante de la Iglesia
Ortodoxa Etíope, la colorida Epifanía (bautismo de Cristo), conocida como
Timkat.
Después de Etiopía (y
mi pequeña representación de Somalia) volví a Nairobi, en Kenya, para asistir
al VII Foro Social Mundial, el primero enteramente desarrollado en tierras
africanas. Aquí tuve la oportunidad única de interactuar con cientos de
activistas de todo el mundo que trabajan (o al menos dicen trabajar) desde sus
distintos lugares, por un mundo mejor. El lema de este foro ha sido "las luchas
de las personas, las oportunidades de las personas" y fueron cinco días de intenso
debate sobre las inequidades de la globalización, el derecho al agua, a la
alimentación y a la vivienda, el debate sobre los alimentos genéticamente modificados,
reforma agraria, el conflicto árabe-israelí, la guerra en Somalia, la situación
en Darfur. Una agenda rica, intensa, cargada de debates. Mi única inquietud, no
obstante, es cuánto de lo que aquí se discute es llevado a la práctica, al
terreno, una vez finalizado el foro. Advertí, con cierta desilusión, mucha
pobreza en el trazado de estrategias concretas de acción.
Durante mis días en
Nairobi, me quedé con mi amigo Julio Sosa, uruguayo que está trabajando en El Sudán
hace cinco años, y junto a quien –y junto a otros activistas que conocí en el
Foro-, tuve mi introducción a este país que sería el siguiente en conocer.
Volví a entrar a
Etiopía y, por tierra, fui hasta la frontera con El Sudán, en Metema.
La visa que el
gobierno de El Sudán me otorgó me limitó temporal y espacialmente: quince días,
desde Galabat, en el este, hacia el norte. De este modo, me vi impedido de
visitar las áreas más críticas de este país, esto es, el sur y la región de
Darfur, en el oeste.
Para quienes no están
al tanto de lo que acontece en estas regiones, les cuento brevemente que el sur
de El Sudán ha sido el terreno de una sangrienta guerra civil entre el Norte y
El Sur que ha cobrado 4 millones de vidas durante sus 21 años. El conflicto,
complejo entramado de motivaciones religiosas, raciales, políticas y
económicas, dejó al Sur completamente devastado. En enero de 2005 se firmaron
los llamados CPA (Comprehensive Peace Agreements), por los cuales el sur devino
una región semi-autónoma con la posibilidad de secesionarse del norte mediante
un referendum que ha de tener lugar en el año 2011.
Por otro lado, en las
tres provincias de Darfur (Norte, Centro y Sur), desde el 2004 se ha agudizado
un conflicto sobre líneas tribales y de clan, y comerciales –como siempre- que
ha dejado, por ahora, un saldo de 200.000 víctimas y 2 millones de desplazados.
El Gobierno de Khartoum se niega a autorizar el ingreso de las fuerzas de paz
de Naciones Unidas y mientras tanto, a diario, las matanzas y violaciones
continúan, sobretodo perpetradas por la legendaria Janjaweed, una milicia
financiada y equipada por círculos de poder de Khartoum.
Así que mi
conocimiento de estas áreas es indirecto, a través de la gente que conocí en El
Sudán, y fuera de Sudán, que está trabajando en las zonas críticas.
Por lo demás, en mi
visita al Sudán tuve oportunidad de gozar de la hospitalidad y amabilidad de
sus gentes. Los sudaneses, sobre todo los musulmanes de la línea sufista, se
precian de ser los más hospitalarios del mundo. Y en mi limitada experiencia,
puedo confirmar que lo son.
En el Sudán recorrí
Galabat, Al Gaddarif, Madani, Khartoum y Wadi Halfa. Desde este último, pequeño
pueblo, abandoné el país, tras un maravilloso viaje en tren a través del
desierto, entre la roca y el Nilo.
Me embarqué en un
ferry a través del Lago Nasser con destino a Egipto, dejando atrás mi querida
Africa subsahariana, que tantas impresiones, tan fuertes e intensas, plasmó en
mi a lo largo de mi recorrido por sus tierras.
Egipto. Aquí, les
confieso, me tomé unas vacaciones. No porque Egipto no tenga cuestiones de
derechos humanos para abordar (¿qué país, después de todo, puede alegar la
ausencia de tales cuestiones?) sino que, por pura arbitrariedad me he
entregado, sólo, al disfrute de sus riquezas arqueológicas: Aswan, Abu Simbel,
Luxor, Cairo, Giza, Alejandría, Siwa, Sinaí, Dahab.
Flotando en un espejo de agua en el oasis de Siwa La fotografía fue obtenida por Thomas Umlauf |
Con Thomas Umlauf y el desierto de Siwa en el reflejo. La fotografía es de mi amigo Juanlu Vicente |
Atardecer en Siwa con Thomas Umlauf. La fotografía es de mi amigo Juanlu Vicente. |
Huellas en el desierto de Siwa (fotografía de Juanlu Vicente) |
Tras quince días por
estos pagos, me metí de lleno en una de las zonas más calientes de nuestros
tiempos, Israel/Palestina. A través de los medios, es inevitable tener una
aproximación a este conflicto, pero hacía tiempo que quería ir para ver –con
toda la fuerza de los sentidos- qué es lo que allí está pasando. Y si tenía
interrogantes al arribar, puedo decir que, al partir, lejos de encontrarles
respuesta, éstos se han multiplicado.
Jerusalén es,
ciertamente, una ciudad santa. Nombres fuertes para las tres religiones
monoteístas: Muro de los Lamentos, Domo de la Roca, Mezquita Al Aqsa, Monte de
Los Olivos, Museo del Holocausto. Basta caminar por las calles de la ciudad
antigua para comprender por qué tanta sangre se ha derramado en sus sucesivas
conquistas. En Jerusalén me quedé en la casa de mi amiga Ingrid, argentina que
hace cuatro años, junto a su marido, Guillermo, se fueron a vivir a Israel.
Junto a ellos, y sus amigos, tuve no sólo un curso intensivo y acelerado de
judaísmo durante el sabath que juntos compartimos, sino que pude conocer, de
cerca, cómo se vive el conflicto de este lado.
Tras flotar un poco en
las aguas del Mar Muerto, celebrar Purim junto al Muro de Los Lamentos y emocionarme
en el último bastión de la resistencia judía en Masada, ingresé al West Bank,
uno de los territorios ocupados por Israel tras la guerra de los 6 días. Aquí,
la otra cara del conflicto.
Ya camino hacia
Bethlehem, en el túnel (sitio de varios atentados), en el colectivo árabe, una
fuerte explosión. Nos miramos, y vimos que todo estaba bien. Sólo una llanta
había estallado, y el túnel había maximizado, y expandido, el ruido. Un sustito
de bienvenida.
En Hebrón, la primera
ciudad del West Bank que visité, se respira la tensión. Hebrón es sagrada tanto
para musulmanes como judíos porque aquí están las tumbas de Abraham y otros
patriarcas, venerados por ambas religiones. Aquí visité la Mezquita de Ibrahim,
donde en 1994, poco tiempo después de los Acuerdos de Oslo, 29 musulmanes fueron asesinados por un
fanático israelí. También visité la Escuela Talmúdica que está en el corazón
del barrio árabe, protegida por rejas, tanques y oficiales del IDF. Recorrí los
barrios árabes e intenté visitar uno de los asentamientos israelíes, sin éxito.
También me entrevisté con uno de los oficiales del TIPH, el grupo de monitores
internacionales de los Acuerdos de Oslo, con ruido de metralletas como música
de fondo.
Luego Bethlehem, o
Belén. Tierra sagrada para Cristianos y Musulmanes por ser el lugar donde nació
Jesús, o Isá, respectivamente. Lugar, también, donde se vivió de modo intenso
la segunda intifada. Aquí tuve mi primer contacto con el muro construido por el
IDF para separar a Belén de Jerusalén y,
mientras lo recorría, tuve que esquivar unas rocas que unos muchachos árabes
lanzaban hacia el muro desde una barricada. Tuve oportunidad de visitar también
el campo de Refugiados Palestinos Aida junto a la gente de la ONG Lajee, y me
entrevisté con la ONG Badil que trabaja por los derechos de los refugiados
palestinos, uno de los temas mas urticantes en miras a solucionar el conflicto.
Luego Ramallah,
capital de la Autoridad Palestina, donde me reuní con la ONG Al Haq que aboga
por los derechos de los palestinos y visité la Universidad de Al Birseit y la
tumba de Yasser Arafat.
De allí a Nablus, una
de las ciudades más complicadas porque las incursiones del IDF son casi
diarias. Mucha presencia militar. Mucho control. Detenidos sobre las veredas
por doquier. Junto a dos alemanes que estaban haciendo una investigación,
entrevistamos a un profesor de la Universidad y luego un joven nos llevó por
las zonas "calientes" de la ciudad: el cementerio de los "mártires" y la ciudad
vieja, donde la atmósfera se palpita enrarecida. Aquí fuimos interrogados por
las brigadas de Al Aqsa, el brazo armado de una de las organizaciones políticas
palestinas, Fatah. Pero no pasó nada y pronto nos dejaron continuar.
Finalmente Tulkarem y
Qalqilia, dos ciudades particularmente afectadas por la construcción del muro.
En la última me entrevisté con la gente de la Municipalidad y, tras recorrer el
muro en su integralidad (que cerca a la ciudad por completo), crucé, hacia el
otro lado, a la pujante y moderna Tel Aviv. Aquí, con mi amigo Shaul, también pude
ver la otra cara del conflicto. De Tel Aviv me fui hacia Nazareth, donde visité
un hogar de jóvenes con problemas con la ley, y vía Jerusulén y Eilat, volví a
Egipto.
Mar Rojo en Eilat |
Mar Rojo en Eilat |
Desde Egipto volé a la
India, comenzando el último tramo de este viaje que ha de extenderse por India
y Bangladesh.
Bueno, mis amigas y
amigos, no los aburro más. Ya falta muy poco para que nos veamos: estoy
regresando a mi Buenos Aires querido el 2 de junio a las 22:55 horas, desde
Madrid.
Habrá mucho para
charlar y discutir. Pero quedan aún dos
meses de viaje y me gustaría que me cuenten un poco de sus vidas.
Con amor, desde
Calcuta, India, les mando, como siempre, el abrazo más fuerte del que soy
capaz.
Marcos
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