El medio de
transporte público más habitual en los países de Africa Subsahariana que he
visitado es la camioneta Toyota Hiace, con capacidad para tres personas en la
parte delantera y catorce en la trasera, aunque siempre hay espacio para alguien
más.
Todo aquél que
se haya aventurado en tierras africanas la conoce y, casi sin excepción, la
recuerda con cariño.
En su honor he escrito los versos de esta oda.
En cualquier
ruta o calle africana, pavimentada o de tierra, ella es la indiscutida reina.
Es la sangre del
sistema circulatorio africano, de ese que a pocos lados llega y a muchas aldeas
aísla y abandona.
A toda velocidad
se aventura donde ni los más intrépidos se animan.
Tiene que
llegar, y llegar rápido, para hacer una módica diferencia. En la vida de sus
dueños, de quienes la alquilan o conducen y de quienes tienen la suerte, o la
desgracia, de volar en ella.
Goza de la
compañía de su conductor, quien siempre encuentra para ella un espacio donde no
lo había, o no lo encuentra y la lastima. Y del cobrador que, con medio cuerpo
afuera, abre y cierra la puerta, anuncia la partida y vocifera la ruta. Y del
motivador, que convence o empuja a los pasajeros hacia arriba. Los tres, en
eterna vigilia, mascando alguna planta narcótica para mantenerse con vida.
Lleva gente
inquieta, vendedores de cebollas, compradores de ilusiones, niños a sus
escuelas, trabajadores a sus minas, gallinas, pescado fresco y sonrisas.
Trae gente inquieta,
compradores de cebollas, vendedores de ilusiones, esperanza a los hogares y silicosis,
plumas, el recuerdo de la centolla y sonrisas.
Da descanso a
las mujeres y sus largas caminatas. Engaña con atajos a sus aguas y sus ramas.
Blanca en un
continente negro, refleja los humores del sol que siempre la acompañan, y su paso
deja estelas de tierra roja.
Bordea mares de
azul profundo, pone e prueba puentes sobre ríos, despeina a las acacias y ya es
un predador más de la savana.
Está reñida con
las estadísticas: la juzgan peligrosa, la llaman asesina. Mas sus
inquilinos la aceptan como necesaria, y disfrutan de su música.
El Departamento
de Estado de los Estados Unidos aconseja evitarla. Y son los pobres, a fin de
cuentas, quienes se le arriman, y gracias a ella, se desplazan.
Cada tanto
pierde un tornillo, o dos, o el motor que la impulsa. Escupe sangre negra y se
cobra de la roja. Pero tanto la quieren, tanto la quieren, que nunca la
cambian.
La remachan, la
atan con alambre, pero nunca la abandonan.
Es tan
orgullosa, que no sale hasta que está llena. O, a veces, más que llena.
En su interior
florece la música, mezcla de disco de piratería, conversación vivaz y la balada
de una cabra escondida.
Confiesa que le
gusta que le viertan gasolina. Y que, tras inyectarle el alimento, un moreno la
sacuda con energía.
Al cruzar la
frontera, con cariño siempre la bautizan: minibus, taxi, mini-taxi,
taxi-brousse, matatu, chapa y dala-dala. Cada cual quiere llamarla a su manera.
Pero ella es siempre la misma.
Es la que
circula, solitaria, por las arterias de Africa.
Es la japonesa
que se siente a gusto en estas tierras.
Es la querida,
nunca bien ponderada, Toyota.
En tu honor,
camioneta, se me han escapado los versos de esta oda.
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