Pisé suelo
sudafricano por primera vez un 2 de febrero de 2006, doce años después de la
muerte de ese monstruoso aparato jurídico-político de segregación racial que se
dio a conocer como “apartheid” (el término
significa “separación” en Afrikaans,
la lengua derivada del holandés que los boers
fueron moldeando en suelo africano).
Mi puerta de
entrada fue el aeropuerto internacional de Ciudad del Cabo. Desde allí recorrí 22 kilómetros
hacia el oeste, hasta el epicentro del viejo ghetto blanco. La ruta N2 (antes
conocida como NY1 –Native Yards 1) fue
la vía obligada. A lo largo de todo el camino, hacia un lado, hacia el otro, y
hasta donde se pierde la vista, tierra y chapa oxidadas, cartón y humo. Se
trata de los townships de Nyanga, Guguletu y Langa. Bienvenido a iKapa, la cara africana, negra, de
Ciudad del Cabo.
Si bien el
vocablo “township” proviene del derecho anglosajón y designa una unidad
administrativa con cierta autonomía política (similar a un municipio), es
inevitable, en el contexto sudafricano, asociarlo al apartheid, en tanto área
ubicada en la periferia de las ciudades en la que se vieron forzados a vivir
aquéllos que, por mala fortuna, vinieron a este mundo con una mayor
pigmentación en la piel. Tal es así que doce años después del desmoronamiento
de la política de segregación racial, sus habitantes discuten si debieran
conservar el término, o cambiarlo por otros más neutrales, ideológica y
políticamente, como los de “barrio” o “suburbio”.
Langa, en la
lengua local, isiXhosa, significa
“sol”. Y, como el sol, fue el primer township que tuvo el triste privilegio de
aparecer en el horizonte africano. Corría el año 1923 y una minoría blanca que,
escapando a la persecución religiosa en sus tierras de origen, se había
asentado en el territorio tras seguir las huellas de los comerciantes de la Compañía Holandesa
de Indias (Dutch East India Company) y de los misioneros de la Iglesia Holandesa
Reformada (Dutch Reformed Church), adoptó la primera Ley de Areas Urbanas. Ya
nada sería igual. Era la primera vez que la melanina –o la falta de ella- se
filtraba en un instrumento normativo, y dictaba diferentes vidas y diferentes
destinos para los seres humanos. Los negros, también conocidos como “bantus”,
los indios (trabajadores migratorios de la India que habían sido traídos por los ingleses
para participar en el tendido de la infraestructura ferroviaria) y los
“coloured” (me inclinaría a traducir el término como “mestizo” o “mulato” pero,
tal como luego lo definiría la legislación, se trataba de una categoría
residual de quien no podía ser catalogado como blanco, negro o indio) deberían,
en lo sucesivo, vivir en un área separada de los blancos. Así nació Langa, y su
construcción se planificó de modo que se pudiera observar –y controlar,
naturalmente- los movimientos de sus habitantes.
El éxodo rural
crecía a pasos agigantados y los límites de Langa iban cediendo hacia la
periferia. El Partido Nacional llegó al
poder y de su mano, entre 1950 y 1960, se fueron implementando los
desafortunados designios del Dr. Hendrik Verwoerd, arquitecto intelectual del
apartheid.
En virtud de la
ley de Registro Poblacional de 1950, cada persona era clasificada en función
del color de su piel y se le emitía una tarjeta de identidad que consignaba,
entre otras informaciones, su filiación racial. Claro que había casos “grises”
(valga aquí, como pocas veces, la metáfora) y uno tenía la oportunidad de
presentarse ante los tribunales y cuestionar la clasificación efectuada. Se
llegaba así al absurdo de la “prueba empírica del origen racial”: en los
juzgados se colocaba una lapicera en el pelo ensortijado del demandante de
cambio de clasificación; si caía, entonces era evidente que era coloured. Si
no, era bantu. Si era bantu, en virtud de la nueva ley de Areas Grupales, debía
vivir en un área sólo para bantus, llamada bantustán. Y sólo debía conmutar
durante el día a la “ciudad blanca”, munido de su pase, expedido por su
empleador, para ofrecer su único capital, su fuerza de trabajo, su sudor, que
se derramaba al hacer los oficios que los blancos, simplemente, no querían
hacer: jardinería, construcción, servicio doméstico. Al caer la noche, debía
volver a su área. De lo contrario, bajo la ley de prevención de merodeo ilegal
de 1951, iría preso: la celda era el único lujar donde podía permanecer, dentro
de la ciudad, durante la noche.
Como fruto de
estas medidas, hacia 1960 nacieron los townships de Nyanga (en isiXhosa, “luna”) y Guguletu (del isiXhosa igu lethu, “nuestro tesoro” o
“nuestro orgullo”). Hoy los tres townships juntos constituyen una única masa
interminable de zinc.
Basta continuar
un poco más por la ruta N2, y atravesar la ruta M5, para que todo cambie. La M 5 es la frontera entre el este
y el oeste, la ciudad y su periferia, lo blanco y lo negro. Bienvenido a Cape
Town, la cara blanca, europea de Ciudad del Cabo. La ciudad que tiene la fama
de ser la más exquisita del continente africano pero, a decir verdad, la que
menos propia le es.
Pero de este
lado de la historia, al oeste de la
M 5, en los años 60´, la inmaculada blancura de la ciudad se
veía aún perturbada por una mancha negra. Se trataba del célebre Distrito 6,
una comunidad negra enérgica y vibrante. El poder blanco adoptó una ley
ampliatoria de la Ley
de Areas Grupales en 1966 y lo designó “Area Blanca”. Las topadoras arrasaron
todo cuanto había construido y hombres, mujeres, niños y ancianos, fueron
subidos a camiones y “descargados” hacia el este de la M 5, en lo que era por entonces
sólo tierra, tierra roja. Muchos murieron de frío e inanición. Así nacían los
Departamentos del Cabo o “Cape Flats”. Una última ley ampliatoria, en 1985,
como un estertor póstumo del apartheid, dio nacimiento, bien hacia el este, lo
más lejos posible del centro de la ciudad, y entre girones de arena, al
township de Khayelitsha (en isiXhosa,
“nuestros nuevos hogares”).
Esta breve
reseña sirve más bien como telón de fondo. Explica contornos. Sabemos que, tras
la larga guerra de liberación nacional, el apartheid es historia. Pero lo que
vale la pena preguntarse es ¿con el certificado de defunción formal del
apartheid, qué cosas han cambiado realmente en Ciudad del Cabo?
Para empezar, ya
no hay pases, y cada persona puede circular libremente por todo el territorio
(aunque es muy raro ver blancos que se internen en el corazón de los viejos
bantustanes). Las tarjetas de identidad sólo consignan la nacionalidad, el “ser
sudafricano”, y ya no mencionan si uno es negro, amarillo o anaranjado. La ley
de merodeo ilegal fue derogada y ahora muchas personas pueden gozar del raro
privilegio de pasar sus noches sobre las frías baldosas de la ciudad, o en los
refugios que respondiendo a la creciente demanda se han ido improvisando en las
afueras. En la superficie, huele a libertad e igualdad, pero basta hundir las
narices un poco más hondo para advertir que no mucho ha cambiado.
En Cape Town uno
puede disfrutar de un paseo al aire libre en el impecable Victoria and Alfred
(V&A) Waterfront o aventurarse en un yate en las aguas del Océano
Atlántico. Dorar la piel blanca con el sol que acaricia las playas de arena
blanca de Camps Bay o disfrutar de la cocina gourmet en un restaurante de
Constantia. Pasear con rollers por la soleada rambla de Clifton, visitar una
agencia de Ferrari o degustar un café en la muy victoriana Long Street.
En iKapa uno
puede gozar de la grata compañía de mujeres que hacen su diaria peregrinación a
las bombas comunes de agua en Guguletu, y hacer equilibrio con los baldes sobre
la cabeza. Juntar madera en las afueras de Nyanga y, con ella, cocinar la
harina de maíz y ahumar la ropa. Degollar una gallina o dormir en una casa
donde la arena se filtra por la noche en Khayelitsha.
En Ciudad del
Cabo, sin duda todo está muy bien, y todo está muy mal sin duda.
La estructura
económica ha permanecido, en lo sustancial, intacta. Sólo una elite negra,
ligada al poder político y/o beneficiaria de los negocios nacidos al amparo de
las políticas de discriminación positiva o de “transformación”, ha saltado la
brecha y, hambrienta de consumo, accede y disfruta de lo que antes sólo soñaba.
El resto se sigue hacinando en los townships. Los que tienen suerte, se
atiborran en los minibuses al rayar el alba y conmutan a la ciudad, dejan su
sudor y vuelven al ghetto, como en los viejos tiempos. Cada tanto el gobierno
tiende en los townships un nuevo cable eléctrico, abre un nuevo pozo de agua, pavimenta
una calle o transforma el zinc de una casa en concreto. Pero a paso muy, muy
lento.
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