martes, 18 de junio de 2013

Las dos caras de Ciudad del Cabo: Cape Town e iKapa (2006)



Pisé suelo sudafricano por primera vez un 2 de febrero de 2006, doce años después de la muerte de ese monstruoso aparato jurídico-político de segregación racial que se dio a conocer como “apartheid” (el término significa “separación” en Afrikaans, la lengua derivada del holandés que los boers fueron moldeando en suelo africano).
Mi puerta de entrada fue el aeropuerto internacional de Ciudad del Cabo. Desde allí recorrí 22 kilómetros hacia el oeste, hasta el epicentro del viejo ghetto blanco. La ruta N2 (antes conocida como NY1 –Native Yards 1) fue la vía obligada. A lo largo de todo el camino, hacia un lado, hacia el otro, y hasta donde se pierde la vista, tierra y chapa oxidadas, cartón y humo. Se trata de los townships de Nyanga, Guguletu y Langa. Bienvenido a iKapa, la cara africana, negra, de Ciudad del Cabo.
Si bien el vocablo “township” proviene del derecho anglosajón y designa una unidad administrativa con cierta autonomía política (similar a un municipio), es inevitable, en el contexto sudafricano, asociarlo al apartheid, en tanto área ubicada en la periferia de las ciudades en la que se vieron forzados a vivir aquéllos que, por mala fortuna, vinieron a este mundo con una mayor pigmentación en la piel. Tal es así que doce años después del desmoronamiento de la política de segregación racial, sus habitantes discuten si debieran conservar el término, o cambiarlo por otros más neutrales, ideológica y políticamente, como los de “barrio” o “suburbio”.
Langa, en la lengua local, isiXhosa, significa “sol”. Y, como el sol, fue el primer township que tuvo el triste privilegio de aparecer en el horizonte africano. Corría el año 1923 y una minoría blanca que, escapando a la persecución religiosa en sus tierras de origen, se había asentado en el territorio tras seguir las huellas de los comerciantes de la Compañía Holandesa de Indias (Dutch East India Company) y de los misioneros de la Iglesia Holandesa Reformada (Dutch Reformed Church), adoptó la primera Ley de Areas Urbanas. Ya nada sería igual. Era la primera vez que la melanina –o la falta de ella- se filtraba en un instrumento normativo, y dictaba diferentes vidas y diferentes destinos para los seres humanos. Los negros, también conocidos como “bantus”, los indios (trabajadores migratorios de la India que habían sido traídos por los ingleses para participar en el tendido de la infraestructura ferroviaria) y los “coloured” (me inclinaría a traducir el término como “mestizo” o “mulato” pero, tal como luego lo definiría la legislación, se trataba de una categoría residual de quien no podía ser catalogado como blanco, negro o indio) deberían, en lo sucesivo, vivir en un área separada de los blancos. Así nació Langa, y su construcción se planificó de modo que se pudiera observar –y controlar, naturalmente- los movimientos de sus habitantes.
El éxodo rural crecía a pasos agigantados y los límites de Langa iban cediendo hacia la periferia.  El Partido Nacional llegó al poder y de su mano, entre 1950 y 1960, se fueron implementando los desafortunados designios del Dr. Hendrik Verwoerd, arquitecto intelectual del apartheid.
En virtud de la ley de Registro Poblacional de 1950, cada persona era clasificada en función del color de su piel y se le emitía una tarjeta de identidad que consignaba, entre otras informaciones, su filiación racial. Claro que había casos “grises” (valga aquí, como pocas veces, la metáfora) y uno tenía la oportunidad de presentarse ante los tribunales y cuestionar la clasificación efectuada. Se llegaba así al absurdo de la “prueba empírica del origen racial”: en los juzgados se colocaba una lapicera en el pelo ensortijado del demandante de cambio de clasificación; si caía, entonces era evidente que era coloured. Si no, era bantu. Si era bantu, en virtud de la nueva ley de Areas Grupales, debía vivir en un área sólo para bantus, llamada bantustán. Y sólo debía conmutar durante el día a la “ciudad blanca”, munido de su pase, expedido por su empleador, para ofrecer su único capital, su fuerza de trabajo, su sudor, que se derramaba al hacer los oficios que los blancos, simplemente, no querían hacer: jardinería, construcción, servicio doméstico. Al caer la noche, debía volver a su área. De lo contrario, bajo la ley de prevención de merodeo ilegal de 1951, iría preso: la celda era el único lujar donde podía permanecer, dentro de la ciudad, durante la noche.
Como fruto de estas medidas, hacia 1960 nacieron los townships de Nyanga (en isiXhosa, “luna”) y Guguletu (del isiXhosa igu lethu, “nuestro tesoro” o “nuestro orgullo”). Hoy los tres townships juntos constituyen una única masa interminable de zinc.
Basta continuar un poco más por la ruta N2, y atravesar la ruta M5, para que todo cambie. La M5 es la frontera entre el este y el oeste, la ciudad y su periferia, lo blanco y lo negro. Bienvenido a Cape Town, la cara blanca, europea de Ciudad del Cabo. La ciudad que tiene la fama de ser la más exquisita del continente africano pero, a decir verdad, la que menos propia le es.
Pero de este lado de la historia, al oeste de la M5, en los años 60´, la inmaculada blancura de la ciudad se veía aún perturbada por una mancha negra. Se trataba del célebre Distrito 6, una comunidad negra enérgica y vibrante. El poder blanco adoptó una ley ampliatoria de la Ley de Areas Grupales en 1966 y lo designó “Area Blanca”. Las topadoras arrasaron todo cuanto había construido y hombres, mujeres, niños y ancianos, fueron subidos a camiones y “descargados” hacia el este de la M5, en lo que era por entonces sólo tierra, tierra roja. Muchos murieron de frío e inanición. Así nacían los Departamentos del Cabo o “Cape Flats”. Una última ley ampliatoria, en 1985, como un estertor póstumo del apartheid, dio nacimiento, bien hacia el este, lo más lejos posible del centro de la ciudad, y entre girones de arena, al township de Khayelitsha (en isiXhosa, “nuestros nuevos hogares”).
Esta breve reseña sirve más bien como telón de fondo. Explica contornos. Sabemos que, tras la larga guerra de liberación nacional, el apartheid es historia. Pero lo que vale la pena preguntarse es ¿con el certificado de defunción formal del apartheid, qué cosas han cambiado realmente en Ciudad del Cabo?
Para empezar, ya no hay pases, y cada persona puede circular libremente por todo el territorio (aunque es muy raro ver blancos que se internen en el corazón de los viejos bantustanes). Las tarjetas de identidad sólo consignan la nacionalidad, el “ser sudafricano”, y ya no mencionan si uno es negro, amarillo o anaranjado. La ley de merodeo ilegal fue derogada y ahora muchas personas pueden gozar del raro privilegio de pasar sus noches sobre las frías baldosas de la ciudad, o en los refugios que respondiendo a la creciente demanda se han ido improvisando en las afueras. En la superficie, huele a libertad e igualdad, pero basta hundir las narices un poco más hondo para advertir que no mucho ha cambiado.
En Cape Town uno puede disfrutar de un paseo al aire libre en el impecable Victoria and Alfred (V&A) Waterfront o aventurarse en un yate en las aguas del Océano Atlántico. Dorar la piel blanca con el sol que acaricia las playas de arena blanca de Camps Bay o disfrutar de la cocina gourmet en un restaurante de Constantia. Pasear con rollers por la soleada rambla de Clifton, visitar una agencia de Ferrari o degustar un café en la muy victoriana Long Street.
En iKapa uno puede gozar de la grata compañía de mujeres que hacen su diaria peregrinación a las bombas comunes de agua en Guguletu, y hacer equilibrio con los baldes sobre la cabeza. Juntar madera en las afueras de Nyanga y, con ella, cocinar la harina de maíz y ahumar la ropa. Degollar una gallina o dormir en una casa donde la arena se filtra por la noche en Khayelitsha.
En Ciudad del Cabo, sin duda todo está muy bien, y todo está muy mal sin duda.
La estructura económica ha permanecido, en lo sustancial, intacta. Sólo una elite negra, ligada al poder político y/o beneficiaria de los negocios nacidos al amparo de las políticas de discriminación positiva o de “transformación”, ha saltado la brecha y, hambrienta de consumo, accede y disfruta de lo que antes sólo soñaba. El resto se sigue hacinando en los townships. Los que tienen suerte, se atiborran en los minibuses al rayar el alba y conmutan a la ciudad, dejan su sudor y vuelven al ghetto, como en los viejos tiempos. Cada tanto el gobierno tiende en los townships un nuevo cable eléctrico, abre un nuevo pozo de agua, pavimenta una calle o transforma el zinc de una casa en concreto. Pero a paso muy, muy lento.

La M5 siempre ha sido una frontera. Está habituada a serlo. Antes separaba razas. Hoy separa clases. El pase tiene una nueva cara: se ha vestido de dinero. Y, hoy, en Sudáfrica, están los que lo tienen, y acceden, y los que no.

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