martes, 18 de junio de 2013

Historias con carga existencial (2006)



Sudáfrica es el gran imán del Africa subsahariana.
Con su pujante economía, alimenta la esperanza de trabajadores migratorios de todo el continente; con su generosa política de asilo, sirve de refugio a quienes escapan de los conflictos africanos, víctimas y verdugos por igual.
Es por eso que, en cualquier rincón del país, si uno tiene oídos para oír, puede salir al encuentro de biografías intensas. Cargadas de existencia.
Aquí presento, muy sucintamente, cuatro de estas historias.

Nick. 24 años, afable, tierno, delicado en sus movimientos. A juzgar por sus maneras, resulta imposible imaginar que allí, enfrente, hay un niño que fue obligado a convertirse en soldado. Y, como tal, a matar. A violar.
Nick, nacido en Angola, es hijo de un empresario. Un día como cualquier otro, cuando tenía sólo 14 años, el Ejército de Angola fue a su escuela, ubicada en Luanda, la capital, y se llevó en unos camiones a todos los niños de entre 10 y 15 años. Por una inusual gentileza, le permitieron comunicarse con su papá y decirle, simplemente, que a partir de ese momento se convertía en soldado. Las influencias de su padre, mediando incluso promesas de dinero por obtener su liberación, fueron rechazadas. Su uniforme escolar fue quemado y reemplazado por un uniforme militar. Recibió entrenamiento militar y bebió adoctrinamiento en el odio: en lo sucesivo aprendió a echar espuma ante la mera invocación del nombre de UNITA, de sus militantes, de sus presuntos colaboradores. Aprendió a torturar. A arrancar uñas de los pies para arrancar una confesión, un dato, un nombre. Aprendió a quitar la vida para defender la suya. Aprendió a ser hombre, siendo tan sólo un niño. Sufrió humillación. Llegó a delirar de sed y hambre. Sufrió frío en las noches de esa guerra fría en la que, sin quererlo, se vio envuelto. MPLA vs. UNITA. Cuba, la Unión Soviética y sus satélites vs. Estados Unidos, Sudáfrica y sus aliados. Socialismo vs. Capitalismo. La guerra fría terminó pero no la guerra en Angola. Todas las fuerzas se realinearon y siguieron peleando, ora por el control del petróleo, ora por el control de los diamantes. Sólo la muerte de Jonas Savimbi, el líder de Unita, pareció calmar las aguas. En el medio, un país destruido. Niños que, como Nick, perdieron su inocencia y cuyas heridas aún supuran. Nick me cuenta que aún tiene terribles pesadillas: esa imagen… esa imagen, que arremete contra su inconsciente cada vez que quiere conciliar el sueño. Como represalia a una aldea, un grupo de soldados agarra un bebé al azar. Lo depositan en un mortero de maíz. Y lo machacan hasta la muerte. La mirada de Nick se pierde. No quiere hablar más. Respeto su silencio. Qué más se podría decir.

Tanya, 22 años. A diferencia de Nick, luce nervioso, tenso. Me cuenta que sufre de incontrolables arrebatos de ira. Que puede estar conversando tranquilamente y de repente sentirse poseído por demonios, aunque no cree en ellos. Y no sabe en qué puede terminar todo. La terapia de manejo de la ira y la medicación aplacan, pero no ayudan. Tanya tenía tan sólo diez años cuando en una noche cualquiera irrumpieron en su tranquila aldea en Liberia las fuerzas rebeldes. Sus ojos de niño vieron cómo, a la vista de todos, diez militantes se turnaban para violar a su hermana, que pagó caro el pecado de haber nacido bella. El fue secuestrado y convertido en soldado. Para adormecer sus resistencias y sus odios hacia sus compañeros de tropa que violaron a su hermana, se le inyectaban drogas. Se le habló de nacionalismo. De revolución. De defensa de los oprimidos. Y terminó comprando el veneno. Mató. Violó. Mutiló. Cortó labios, narices, piernas, brazos. Robó. Todo, en aras, de la Revolución. El conflicto terminó, pero aún luce sus cicatrices. Las externas, que muestra con un extraño orgullo. Y las internas, que hablan por sí solas. O, más bien, callan.

Nassar, 30 años, cree tener. Su nombre, me explica, significa “protector”. Asegura que ha de protegerme. Es fornido, por cierto. Se dedicaba a la pesca del kwili kwili (sardinas) en una apacible aldea costera del este de Zanzíbar. Le intrigan mucho sus orígenes, me confiesa. Es que Nassar es descendiente directo de esclavos llevados a la isla para trabajar en las plantaciones de, valga la similitud, clavo. Musulmán como la casi totalidad de los habitantes de la isla, cometió el “error” de querer involucrarse en política. Se afilió al CUF y comenzó a militar en sus filas. A poco, sus compañeros comenzaron a caer. Torturados. Asesinados. Una vez lo fueron a buscar a su casa, y escapó por la parte de atrás. Hoy es un asilado en Sudáfrica, duerme en las calles o en refugios y, para sobrevivir, compra un paquete de cigarrillos y vende luego los cigarrillos por unidad. Una peluquera oriunda de Zanzibar siempre le da de comer.

Kevin, 40 años, quizás. Su rostro parece el de alguien mucho mayor. Señal de que ha vivido, y sufrido. La suya es una epopeya para escapar de Darfur, donde hoy tiene lugar la peor tragedia humanitaria de nuestros tiempos: 200.000 personas ya han muerto, 2 millones han tenido que huir. Hoy se hacinan como desplazados internos en campos dentro del Sudán, o en campos de refugiados del Chad, Etiopía u otros países. Kevin decidió probar su suerte y llegar al extremo sur del continente. Caminó semanas enteras. Se coló en algún camión. Fue cruzando las fronteras arbitrariamente trazadas por los europeos en la Conferencia de Berlín, pero conservadas por las elites post-coloniales. A veces legal, a veces ilegalmente. Durmió en bosques y se alimentó de raíces. Se arriesgó a los cocodrilos del Limpopo, pero lo logró. Hoy está, después de tanto esfuerzo, en la tierra de sus sueños. Aunque no está tan convencido de ellos, ni de la tierra que promete realizarlos. Aún duerme en las calles de Ciudad del Cabo y hurga en las bolsas de basura a la salida de una cadena de pollos fritos, su pieza favorita.


Africa, hoy. El que tenga oídos para oir, que oiga.

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